En 1915, la Kansas City Power & Light convenció a las autoridades de que colgar cables de cobre por las praderas traería “luz abundante y barata para cada hogar”. Hoy, si alguien quiere construir un centro de datos y pide 300 megawatts de energía, le dicen que se forme… y que vuelva en cinco años. Porque hay fila. Una fila para conectarse a la red eléctrica. Una fila que no se mueve.
Es cierto que desde 1915 han cambiado muchas cosas. En la tercera década del siglo XXI no usamos teléfonos de disquito, la electricidad es más accesible y hasta los niños programan. Pero el sistema que regula la electricidad sigue atrapado en una época de sombreros de copa y máquinas de escribir. Su nombre suena inofensivo: “regulación basada en costos”. Su efecto no lo es tanto.
Este desfase entre tecnología y regulación no es un tecnicismo. Es una pérdida tangible. El consumo eléctrico de los centros de datos —de los que se alimenta la inteligencia artificial— se duplicará para 2030, lo que implica superar el consumo anual eléctrico de todo Japón. Al mismo tiempo, Estados Unidos espera sumar 217 gigawatts de energía distribuida (como paneles solares, baterías o vehículos eléctricos) antes de 2028. Sin embargo, seguimos sin aprovechar tecnologías que podrían duplicar la capacidad de las líneas de transmisión que ya existen. Hay más de 190,000 kilómetros de cables instalados esperando que alguien les haga caso. Mientras la tecnología corre, la regulación se sienta a mirar.
No se trata de actuar a lo loco. Las decisiones que afectan a millones de personas durante décadas deben analizarse bien, y la participación pública es un principio esencial de toda democracia. Pero también es cierto que el mundo cambió, y que nuestras reglas ya no saben qué hacer con ese cambio.
La regulación eléctrica que usamos hoy se diseñó para un mundo distinto: un mundo de redes centralizadas, con pocos actores y muchos consumidores pasivos. Esa lógica se basaba en tres ideas que hoy entorpecen más de lo que ayudan:
1. Sesgo por lo tangible: Las empresas ganan más cuando construyen fierros. Una subestación entra fácil al presupuesto aprobado; un software que mejora la carga de autos eléctricos no tanto.
2. Lentitud estructural: Los ciclos regulatorios tardan años, mientras la tecnología cambia cada semana. Un ejemplo: las plantas eléctricas virtuales —que usan software para coordinar el consumo de miles de dispositivos— reciben actualizaciones constantes, pero el sistema regulador las analiza con lupa… cada cuatro años.
3. Categorías viejas: Seguimos clasificando a los usuarios como usuarios residenciales, comerciales o industriales. Pero ¿dónde ponemos a un centro de datos que opera su propia microred? ¿O a una colonia con paneles solares y baterías que vende energía?
El problema es estructural. La regulación, tal como está diseñada, depende del tipo de tecnología que tengamos. Cuando esa tecnología cambia, las reglas se vuelven un obstáculo.
Lo sociólogos lo llaman cultural lag: la regulación va siempre un paso atrás de los cambios en la sociedad. Los economistas le cambiaron el nombre, pacing problem, pero es lo mismo: la ley avanza con pasos chiquitos, la innovación da saltos. Ese desfase no solo cuesta dinero hoy: cuesta futuros posibles (dinero mañana). Cada año que mantenemos el sistema actual, renunciamos —sin saberlo— a oportunidades mejores. El economista Frédéric Bastiat lo explicó con claridad: en política pública, nos obsesionamos con lo que se ve, pero ignoramos lo que no se ve. Hoy vemos luz estable y tarifas predecibles, pero no vemos lo que podríamos tener si actualizamos nuestras reglas.
Algunos ejemplos concretos ayudan a entender lo que estamos perdiendo:
· Tarifas dinámicas. Ajustar los precios según la hora del día permitiría que millones de autos eléctricos carguen cuando la electricidad es más barata, aliviando la red.
· Tecnologías que mejoran la red. Si actualizáramos la mitad de los cables que ya existen en EU, podríamos evitar construir muchas nuevas plantas, con menos uso de suelo, menos recursos y menos conflictos sociales.
· Crecimiento económico regional. Como los procesos son lentos, las empresas que construyen centros de datos acaban generando su propia energía, en lugar de conectarse a la red. Esto reduce los beneficios económicos para las comunidades locales.
· Eficiencia de capital. Se premia a las empresas que construyen infraestructura cara, pero no a las que usan software para hacer más con menos.
Una cuenta rápida, de servilleta, puede ilustrar el tamaño del costo oculto. Si aplicáramos una técnica llamada ‘reducción de voltaje’ en solo la mitad de las líneas de distribución de EU, podríamos ahorrar unos 58 terawatts-hora al año. Eso equivale a lo que producen siete reactores nucleares. Sin construir nada nuevo. Solo ajustando el voltaje. Si cada megawatt-hora cuesta 40 dólares, el ahorro anual sería de unos 2.3 mil millones de dólares. Todo eso lo perdemos por no actualizar la regulación.
Pero no se trata de quemarlo todo. No tenemos que dinamitar las leyes ni abandonar principios como el interés público o la protección al consumidor. Basta con realinear incentivos.
Algunas propuestas ya existen:
· Incentivos por desempeño. En Nueva York, si una empresa eléctrica supera sus metas en uso de energías distribuidas o en reducción de picos de demanda, recibe un bono. En 2024, una de ellas cumplió su meta y cobró 5.9 millones de dólares. Suena a premio, pero en realidad es un ahorro para todos.
· Planes plurianuales con métricas claras. Hawái ya lo hace. Su sistema ajusta ingresos según resultados, e incluye mecanismos rápidos para probar nuevas ideas.
No necesitamos más cables, necesitamos más inteligencia. Y eso empieza por dejar de regular como si estuviéramos en 1915.