Durante años, Cuauhtémoc Cárdenas fue un símbolo. No solo por ser hijo del general que nacionalizó el petróleo, sino por construir, desde las ruinas del viejo PRI, una nueva esperanza para millones de mexicanos. El ingeniero representó la posibilidad de una izquierda moderna, congruente, ética. Fue el rostro de la transición, el abanderado de una causa que entonces parecía imposible: derrotar al sistema desde las urnas.
Muchos crecimos admirando su serenidad firme, su decoro institucional y su negativa a corromperse en medio de la selva política nacional. Fue, para nuestra generación, una brújula moral. En sus gestos y palabras encontrábamos el temple que parecía hacer falta entre tanto ruido y confrontación. Su derrota en 1988 —aquel fraude inconfesable— fue también nuestra herida. Lo vimos luchar, resistir, construir. Y luego… callar.
Porque la mayor decepción no llegó cuando perdió una elección, sino cuando eligió no incomodar. Cuauhtémoc Cárdenas, aquel que supo enfrentar al régimen más autoritario del siglo XX mexicano, simplemente optó por el silencio en el siglo XXI. Y no cualquier silencio: uno calculado, casi reverencial, frente al nuevo poder representado por Andrés Manuel López Obrador.
¿Dónde estuvo el ingeniero mientras la democracia se erosionaba? ¿Dónde quedó su palabra cuando la concentración de poder alcanzó niveles peligrosos, cuando la polarización sustituía al diálogo, cuando el nuevo caudillismo arrasaba con instituciones que él ayudó a construir?
Apenas un susurro. Una crítica tibia. Una entrevista ocasional. Una presencia sin peso. Y, sobre todo, una ausencia dolorosa.
Porque la figura moral de la izquierda —esa que acompañó marchas, que fundó el PRD, que dio cátedra de congruencia— no solo desapareció del debate público, sino que también renunció a inspirar. Y esa, quizá, sea la traición más honda: no al país, no a la izquierda, sino a quienes crecimos creyendo que la coherencia podía sostenerse más allá del poder.
Hoy es imposible no volver la mirada a Cuauhtémoc Cárdenas. No por nostalgia, sino por desencanto. Porque él pudo ser la voz serena que recordara principios, que hablara desde la experiencia, que cuidara el legado de décadas de lucha.
Pero eligió el silencio. Y su silencio —tan denso, tan ensordecedor— nos dejó con un palmo de narices.
Nosotros, los que alguna vez lo admiramos, no esperábamos que encabezara una rebelión. Solo queríamos escuchar que seguía ahí. Firme. Íntegro. Coherente. Inspirando.
Su experiencia hoy sería vital para dar luz a la reforma electoral. Su crítica y su propuesta, como contrapeso a los morenistas que se han atrincherado en la sordera, darían espacio para el diálogo, la inclusión y el respeto. Tal vez aún haya algo en Cuauhtémoc Cárdenas más allá de su nombre.
@azucenau

