Por Rafael Alvarado
Michoacán no es solo un territorio herido: es el espejo más nítido de cómo se disputa el poder en México. Su crisis no se entiende solo desde la seguridad, sino desde el territorio, donde cuatro poderes —el político, el social, el económico y el ilegal— compiten por gobernar.
Durante más de tres décadas, Michoacán ha vivido una transformación profunda que va más allá de la violencia. Lo que está en juego es quién organiza el territorio y quién impone el orden cotidiano. La violencia, en este caso, es el síntoma visible de un problema estructural: la ausencia de un Estado legítimo que sea capaz de articular a la sociedad y a la economía.
Toda ciudad se sostiene sobre tres poderes tradicionales: el político, que representa al Estado; el social, que sostiene a la comunidad; y el económico, que da forma a la vida productiva. Sin embargo, cuando el Estado pierde capacidad, surge un cuarto poder: el ilegal. Ese poder no aparece de manera súbita; se instala en los vacíos, administra lo que la institucionalidad dejó de administrar y llena con su propio orden lo que antes era común.
En Michoacán, ese cuarto poder se volvió estructural. Cuando el Estado no llegó con seguridad, llegó el crimen. Cuando la economía formal se debilitó, la economía ilegal ofreció sustento. Cuando la comunidad se fracturó, el miedo se convirtió en cohesión. El resultado no es solo un territorio violento: es un territorio gobernado por la desconfianza. Y donde no hay confianza, no hay gobernanza.
Pero la raíz de esta crisis no es solamente social o política: es territorial. La disputa ocurre en el espacio, en los caminos, en las tenencias, en las brechas rurales, en los mercados, en los accesos y en los vacíos urbanos. Por eso, pensar en Michoacán exige pensar en urbanismo. No como un ejercicio técnico, sino como la herramienta central para reconstruir el orden.
Un buen urbanismo cierra vacíos de poder, activa centralidades, genera arraigo y hace visible al Estado. Calles vivas, servicios confiables, economías locales fuertes, transporte digno y espacios públicos activos reducen la capacidad del crimen para reclutar, extorsionar o gobernar. Donde hay vida urbana, la ilegalidad pierde anonimato; donde hay oportunidades reales, la violencia pierde sentido.
Aquí la economía adquiere un papel decisivo. No puede haber paz donde no hay trabajo digno, porque el hambre y la exclusión son los principales reclutadores del crimen. La ausencia de un empresariado local fuerte y articulado ha permitido que la economía ilegal organice el territorio. Y cuando la economía formal no estructura la vida cotidiana, el crimen lo hace en su lugar.
Por eso, la pacificación de Michoacán no puede basarse únicamente en operativos: necesita economía legal, legitimidad institucional y urbanismo orientado a reconstruir comunidad.
Michoacán nos recuerda que cada vacío institucional será ocupado por otra forma de poder. Su crisis no es una excepción mexicana: es un aviso. Un recordatorio de que la disputa por el territorio determina la disputa por el poder.
Este es, por tanto, un llamado a quienes trabajamos en la ciudad y en el territorio: urbanistas, arquitectos, planificadores, ingenieros, economistas y servidores públicos. Nuestro trabajo no solo produce espacios; produce gobernabilidad. Cada decisión territorial es una decisión de seguridad.
Y así, Michoacán nos obliga a hacernos una pregunta que no es retórica, sino estructural:
¿Quién queremos que nos gobierne en el territorio?
Maestro en Planeación de Proyectos Urbanos

