Por José Ángel Godoy Ortega
En muy poco tiempo nos acostumbramos a ver ciudades perfectas que no existen: parques impecables, avenidas arboladas y calles sin baches. Hoy, los modelos de inteligencia artificial pueden generar en segundos imágenes de proyectos urbanos con un nivel de detalle que antes requería semanas de trabajo especializado.
Pero justo cuando la tecnología alcanza una fidelidad visual casi perfecta, la pregunta de fondo ya no es si el render se ve bien, sino qué historia de ciudad está contando esa imagen. Y, sobre todo, quién la controla.
Hoy es posible producir visualizaciones espectaculares de un nuevo parque o de un proyecto de vivienda. La imagen deja de ser un lujo y se vuelve un recurso barato. El resultado es una paradoja: sobran imágenes, pero falta mirada crítica.
En urbanismo esto tiene consecuencias. Durante años, el “antes y después” de una calle o un barrio se apoyaba en fotografías y planos: materiales con un realismo suficiente para convencer a cualquiera que viera la imagen de pasada en redes sociales o en una presentación oficial. El riesgo no es solo estético. Es profundamente político.
Las imágenes que genera la inteligencia artificial no son neutrales. Para “inventar” una ciudad, la IA se alimenta de visualizaciones previas. Es decir, aprende de los imaginarios urbanos dominantes: centros históricos restaurados y limpios, rascacielos de vidrio, parques perfectamente podados, banquetas sin comercio informal, calles sin vendedores ambulantes ni transporte colectivo desordenado. Cuando un modelo de IA produce una “ciudad ideal”, lo más probable es que esté reciclando esa idea globalizada de modernidad: una ciudad pensada para verse bien desde arriba, desde el dron, desde el folleto inmobiliario. No desde la banqueta.
El problema es que muchos de esos renders terminan influyendo en cómo se toman decisiones: sirven para justificar proyectos, conseguir presupuesto, legitimar intervenciones. La imagen espectacular se vuelve argumento. Y si la imagen está construida sobre un imaginario excluyente, el proyecto también lo estará.
La IA puede profundizar una tendencia que ya existía: la ciudad convertida en promesa de marketing. Renders impecables se usan para presentar megaproyectos que, en el papel, suenan perfectos. Pero detrás de esos colores brillantes pueden esconderse desalojos, encarecimiento de la vivienda, pérdida de tejido social o privatización de espacios que, en apariencia, son públicos.
Ningún modelo de IA va a agregar por su cuenta a la señora que tuvo que dejar su vivienda porque la zona “se puso de moda”, ni a la protesta vecinal contra un proyecto mal consultado. Si el equipo que usa la herramienta decide no mostrar esos conflictos, simplemente no existen en la narrativa visual del proyecto.
Frente a este escenario, hace falta cambiar la pregunta. Ya no basta con pedir “renders más realistas”. Lo urgente es preguntarnos:
¿Qué modelo de ciudad están naturalizando las imágenes generadas con IA?
¿Quién aparece en esas escenas y quién queda sistemáticamente fuera?
¿Qué conflictos territoriales se borran cuando la ciudad se vuelve postal?
La IA nos obliga a recordar algo que el urbanismo crítico lleva décadas diciendo: la ciudad no es solo forma, es conflicto, negociación, historia y memoria. Una imagen generada por computadora no puede capturar todo eso… a menos que decidamos conscientemente ponerlo en el centro del relato.
Y eso importa, porque en ciudades tan desiguales como las mexicanas, lo que no entra en el encuadre suele quedar fuera de las decisiones.
Además, una vez más, el acceso es desigual. No todos tienen la misma capacidad tecnológica, el mismo tiempo o los mismos recursos para producir imágenes seductoras. Si dejamos que solo corporaciones y grandes despachos monopolicen el uso de la IA en el mundo urbano, corremos el riesgo de reforzar una brecha de imaginación: ciertos futuros de ciudad se vuelven visibles y deseables; otros ni siquiera se dibujan.
La irrupción de la inteligencia artificial en el diseño y la representación de proyectos urbanos no es un asunto meramente técnico. Es un tema de poder: de quién tiene la capacidad de decidir qué se muestra y qué se oculta, de definir qué futuros son creíbles y cuáles se tachan de ingenuos o imposibles.
Si dejamos que la IA se use solo para pulir la estética de una ciudad desigual, habremos perdido una oportunidad. Si, en cambio, la convertimos en herramienta para abrir el debate, para imaginar otras formas de habitar, para hacer visibles las voces que casi nunca aparecen en los renders, entonces quizá estas imágenes hiperrealistas puedan servir para algo más que decorar presentaciones.
Porque, al final, lo que está en juego no es si la IA puede o no dibujar una ciudad perfecta, sino qué ciudad real estaremos dispuestos a construir más allá de la pantalla.
Asociado de Número de la Asociación Mexicana de Urbanistas, A.C.

