Por Eduardo Blanco*

Hace pocas semanas el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) resolvió un caso que generó fuerte polémica: declaró culpable a una ciudadana de haber ejercido violencia política en razón de género (VPG) en contra de una diputada federal, a raíz de un tuit publicado desde su cuenta personal. Mas allá de las criticas propias de la interpretación del TEPJF, es necesario preguntarse si el problema reside en la resolución o, en su defecto, estamos ante una falla más profunda en el diseño del sistema jurídico electoral.

Y es que, como está diseñado actualmente, el marco jurídico que regula la VPG no distingue entre quienes ejercen el poder y quienes lo cuestionan desde la ciudadanía. Tampoco, pondera las evidentes asimetrías entre un funcionario público de alto perfil y una persona sin cargo ni recursos, que opina en redes sociales desde su experiencia o sospecha personal.

La legislación vigente —plasmada en la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales y la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia— permite que cualquier crítica pública, incluso si es emitida desde una cuenta personal, sea calificada como violencia política en razón de género. Para la ley no es necesario que exista algún elemento de jerarquía o poder público relacionado; solo basta con que un “particular o grupo de particulares” emita una expresión que se estime lesiva para el ejercicio del cargo de una mujer.

Dicho diseño normativo ha traído consigo una consecuencia preocupante e indeseada: que una figura pensada para proteger la participación política de las mujeres pueda usarse para inhibir la crítica legítima de la ciudadanía a quienes ejercen funciones públicas.

Este escenario es particularmente preocupante en una democracia deliberativa, donde la crítica y el escrutinio público de las autoridades, incluso si es severo o incomodo, no solo debe ser tolerado, sino que debe protegerse como elemento indispensable para prevenir el abuso de poder y legitimar a los gobernantes.

Sin estos elementos —y con la presencia de unas herramientas normativas que inhiben el debate— la pluralidad, el disenso e, incluso, el lenguaje imperfecto propios de una democracia sana se erosionan. Con ello, los contrapesos y la esencia de la democracia se ve minada y puesta en riesgo.

El problema, entonces, no reside en la interpretación judicial del TEPJF, sino en una legislación, urgente de revisión, que no exige que haya una relación de poder del emisor hacia la persona protegida, ni que se acredite una intencionalidad deliberada de inhibir la participación de una mujer. En cambio, da lugar a que incluso expresiones individuales, hechas desde el disenso o la inconformidad, puedan derivar en la inscripción de una persona en el Registro Nacional de Personas Sancionadas por Violencia Política en Razón de Género.

Nadie niega que la violencia política contra las mujeres exista, ni que debe combatirse con firmeza. Pero para que esta figura legal siga siendo legítima y eficaz, debe ajustarse a los principios de proporcionalidad y mínima intervención, sobre todo cuando está en juego elementos fundamentales de una democracia deliberativa, como la libertad de expresión de ciudadanas y ciudadanos de a pie.

El Congreso tiene frente a él un desafío impostergable: garantizar que la protección contra la violencia política en razón de genero no se convierta, inadvertidamente, en un silenciamiento ciudadano. Es necesaria una reforma legal que incorpore criterios diferenciales para sancionar a quienes ejercen poder institucionalizado y busquen obstaculizar el ejercicio del cargo de una mujer, de quienes solo opinan, con razón o sin ella, desde un ámbito personal.

No se trata de quitar protección a las mujeres en política, sino de evitar que esa protección derive en un silenciamiento de voces ciudadanas. Una democracia sólida debe proteger, al mismo tiempo, la participación política de las mujeres y el derecho de todas las personas a expresarse libremente. Es momento de reformarla con responsabilidad democrática, en un proceso abierto al escrutinio ciudadano y al diálogo legislativo que respete tanto la equidad como la libertad de expresión.

* Abogado con formación académica en la Universidad Nacional Autónoma de México, donde cursó la Licenciatura y Maestría en Derecho, así como Doctor en Derecho por la Universidad Autónoma del Estado de México. Desde 1995, se ha desempeñado como docente a nivel licenciatura y posgrado en diversas instituciones.

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