Por: María Emilia Molina de la Puente, Magistrada de Circuito

La sesión extraordinaria del 19 de agosto de 2025 pasará a la historia. No por el expediente discutido, sino por el peso simbólico que cargó desde el inicio: fue la última sesión de una Suprema Corte de Justicia de la Nación que, con matices y contradicciones, aún representaba un ideal de independencia frente al poder. La última Corte que no obedecía órdenes, que no fingía consenso, que no confundía legitimidad con docilidad.

En una sala solemne –que probablemente no volveremos a ver con los once espacios que han existido los últimos 30 años-, con ministras y ministros togados y con el dolor reflejado en la cara pero la formalidad requerida, personal judicial de pie y aplaudiendo y silencios más elocuentes que muchas palabras, se vivió una despedida que trascendió lo institucional. No ha sido solo el cierre de un ciclo administrativo, es el adiós de un modelo de justicia constitucional construido durante décadas, ahora sustituido por otro basado en la lógica de la mayoría, la voluntad política y el poder sin freno.

La ministra presidenta Norma Piña, con voz firme, agradeció uno a uno a sus colegas salientes. Reconoció su integridad, su rigor, su compromiso con la Constitución. Y dejó una frase que aún resuena: “Será la sociedad y la historia misma las que juzgarán a quienes hemos juzgado”. Ningún discurso triunfal. Ningún intento de disfrazar lo que era evidente: la Corte, como la conocíamos, llegó a su fin.

En un país donde las despedidas institucionales suelen ser frías, calculadas o fingidas, esta tuvo una carga emocional real. Se sintió el dolor contenido, la nostalgia anticipada y la conciencia de pérdida. Hubo también una sutil valentía en quienes, como Piña, Gutiérrez Ortiz Mena, Ríos Farjat, González Alcántara, Pardo Rebolledo y Laynez Potisek, sostuvieron con sus intervenciones y trayectorias la idea de que juzgar implica más que resolver: implica resistir cuando el derecho lo exige.

Algunas ministras, quizá por prudencia, por convicción distinta o por estrategia, optaron por no sumarse al aplauso final. Su silencio fue notorio, pero no debe interpretarse con ligereza. No fue una omisión ante una persona o un discurso, sino frente a un gesto colectivo que reconocía el trabajo no solo de las ministras y ministros que han integrado el Máximo Tribunal en un modelo de justicia que hoy termina, sino del conjunto del personal que ha sostenido durante años el funcionamiento del máximo tribunal constitucional del país. Ese aplauso fue memoria viva, gratitud institucional y despedida compartida. La ausencia de ese reconocimiento por parte de algunas integrantes no desmerece su labor, pero sí marcó un contraste que no pasó inadvertido. no intervenir en ese momento. Las diferencias en el seno de la Corte también reflejan las tensiones de un país que debate su rumbo institucional.

Lo que se despidió este 19 de agosto no fue solo una integración. Se despidió la última Corte que, aún en sus diferencias internas, era capaz de decir “no” al poder. Que discutía con técnica, que emitía sentencias incómodas, que sabía que su lealtad no era con los gobiernos, sino con la Constitución y los derechos de las personas.

Nos quedan sus votos, sus criterios, sus silencios dignos y sus gestos firmes. Nos queda su legado. Pero también nos queda el duelo. Porque cuando una institución como la Corte pierde su autonomía, no solo pierde el país su tribunal constitucional. Pierde su última línea de defensa ante el poder absoluto.

A quienes sostuvieron esa línea hasta el final, gracias. La justicia duele cuando se despide, pero también inspira cuando se defiende.

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