Por Pedro A. Reyes Flores

En el México de la autodenominada austeridad republicana, la tijera no corta parejo: su filo recae siempre sobre los órganos que producen conocimiento, cultura y cuidado. Desde 2019, la política de ahorro ha cercenado el cuerpo vivo del Estado: el gasto público en salud ronda apenas el 3 % del PIB, la mitad del 6 % recomendado por la OPS/OMS y muy por debajo del promedio de la OCDE (9.2 % del PIB total); el gasto en ciencia y tecnología se ha reducido más de 30 %, y el de cultura prácticamente a la mitad.

Mientras tanto, los presupuestos de Defensa y Marina han tenido alzas acumuladas cercanas al 40 % entre 2018 y 2024, con un salto adicional de 39 % en 2024, y los programas de Bienestar —transferencias directas, pensiones, becas y apoyos rurales— se han expandido en más de 130 %, alcanzando en 2025 un máximo histórico de 835,000 millones de pesos.

La ecuación es clara: se amputan las funciones que sostienen el futuro para hipertrofiar los mecanismos que aseguran control inmediato. La austeridad no ha sido una política de prudencia, sino una reingeniería del poder, una redistribución de recursos hacia los aparatos que garantizan obediencia y lealtad, a costa de la capacidad del Estado para reproducirse a sí mismo.

Paradójicamente, mientras uno de los pilares discursivos de la Cuarta Transformación (4T) es el rechazo al neoliberalismo y sus privatizaciones, la austeridad republicana ha terminado por privatizar de facto lo que decía proteger. La reducción del gasto público en salud ha expulsado silenciosamente a millones de personas del sistema. Ante la falta de medicamentos o de médicos en los hospitales del IMSS, la población recurre al Doctor Simi. La privatización ya no se decreta: se impone por omisión.

El ciudadano, abandonado por el Estado, compra en el mercado lo que antes debía recibir como derecho. Es el mismo proceso que José Revueltas denunciaba hace medio siglo como “la degradación material de la esperanza”: un país que normaliza la precariedad y convierte la sobrevivencia en rutina.

En ese paisaje de escasez planificada florece la narrativa redentora del régimen: la afirmación de que trece millones de personas han salido de la pobreza gracias a las políticas del bienestar. La frase, repetida con fervor, cumple una doble función: es propaganda moral y coartada estadística. Las cifras del CONEVAL parecen avalarla —la pobreza habría descendido del 41.9 % en 2018 al 29.6 % en 2024, unos 13 millones de personas menos—, pero ese alivio se explica más por contabilidad que por transformación.

Hay que leer entre líneas. El método incorpora las transferencias monetarias directas al ingreso total de los hogares. Basta con que una familia reciba un apoyo bimestral para ascender sobre el umbral de pobreza, aunque su realidad permanezca intacta. La pobreza no se reduce, se reclasifica. La miseria no desaparece, se vuelve invisible en la estadística. Esta alquimia numérica permite al gobierno presentarse como redentor de los marginados, cuando en realidad ha reconfigurado la pobreza como un sistema estable de administración política. Las transferencias son el analgésico sistémico: alivian el síntoma inmediato, pero consolidan la dependencia. Para millones de hogares, el Estado se reduce a un dispensador de dádivas automatizadas, y el ciudadano en cliente permanente. La miseria se atenúa, pero no se supera.

En términos sociológicos, el precariado —como lo describe Guy Standing— no desaparece: se transforma. Aquellos que supuestamente salieron de la pobreza son los mismos que siguen atrapados entre la informalidad y la incertidumbre, víctimas de una desigualdad galopante y de una estanflación persistente. Los mismos que reciben las “becas” o los apoyos sociales son quienes carecen de acceso garantizado a la salud y son los más vulnerables ante la violencia criminal que, lejos de desaparecer, ha capturado al Estado, con cómplices en todos los niveles de gobierno. El alivio inmediato convive con la angustia estructural: es un bienestar tan frágil que depende del siguiente depósito.

El costo de esta aparente victoria social es monumental. En 2024, la deuda pública se ubicó en torno al 50 % del PIB, y el crecimiento económico promedio entre 2019 y 2024 fue de apenas 1.1 % anual, según datos del INEGI. El gobierno, atrapado por su propia narrativa clientelar, ya no sabe de dónde sacar recursos en un contexto de menor productividad y mayor endeudamiento. La creación o ampliación de impuestos —directos o encubiertos— no es una reforma estructural, sino una medida desesperada para financiar el presente con los restos del futuro. En lugar de construir una economía productiva, se exprime la capacidad contributiva de una sociedad exhausta. Se distribuye consumo, no riqueza; alivio, no prosperidad. El supuesto bienestar de hoy se paga con el agotamiento del mañana.

El gobierno no busca erradicar la pobreza, sino administrarla; no busca eliminar la dependencia, sino reconfigurarla como lealtad electoral. El viejo contrato social —basado en derechos universales y servicios públicos— se ha transformado en un pacto transaccional: el voto se intercambia por un depósito bimestral, la ciudadanía se mide en claves bancarias, la gratitud reemplaza al derecho. Cada transferencia se convierte en una ceremonia de fidelidad: un recordatorio de quién manda y de quién debe agradecer.

Este cálculo político es brillantemente perverso. En una sociedad marcada por la incertidumbre y la precariedad crónica, los horizontes temporales de la población se acortan drásticamente. Para una familia que lucha por llegar a fin de mes, una promesa abstracta de bienestar futuro —como los beneficios a largo plazo de la inversión en ciencia o la mejora gradual de un sistema educativo— pierde todo valor frente a la certeza de un ingreso tangible e inmediato que permite comprar comida o pagar las facturas hoy.

Esta estrategia no solo asegura la permanencia en el poder de la oligarquía morenista, también, de manera insidiosa, legitima el propio desmantelamiento del Estado. Cada transferencia directa se presenta como un acto de “justicia social” que elimina a los “intermediarios corruptos” (las propias instituciones del Estado benefactor). La destrucción de la complejidad institucional se vende así como un acto de purificación y de empoderamiento directo al pueblo. Es una narrativa poderosa y eficaz que afianza el control del régimen. Pero, en el fondo, estamos ante una ficción de prosperidad, sostenida sobre el endeudamiento y la erosión institucional. El Estado continúa en pie, pero, para sobrevivir, degrada su complejidad y sacrifica resiliencia a largo plazo por la inmediatez electoral. Es el mismo proceso que, en fisiología, se conoce como catabolismo: cuando un organismo, privado de energía externa suficiente, sobrevive alimentándose de sí mismo. México, en este sentido, no se desploma: se consume lentamente, se mantiene devorando su propio cuerpo.

El modelo es funcional, pero insostenible. Compra estabilidad con deuda y esperanza con subsidios. No es un Estado providencial, sino un Estado en proceso de colapso catabólico, que se mantiene vivo devorando sus tejidos institucionales. En lugar de reconstruir sus estructuras, las consume; en lugar de generar justicia, administra carencias; en lugar de imaginar el futuro, lo hipoteca.

Como escribió Octavio Paz, “la modernidad es la civilización del futuro perpetuo”. Pero ese futuro, al agotarse los fundamentos biofísicos, morales y culturales, se convierte en presente infinito: un país que vive del día a día, que confunde subsidio con destino. Y cuando esa corriente de fondos monetarios se interrumpa —por el avance del declive energético y la degradación ambiental—, el espejismo se romperá y veremos lo que queda: un Estado exhausto, una sociedad sin horizonte, un pueblo que, tras haber sido administrado como cliente, estará más perdido que nunca.

En ese momento comprenderemos que ninguna nación puede sostenerse eternamente devorando su propio cuerpo. Que no se puede gobernar con la miseria como cimiento. Y quizá entonces entendamos que el verdadero desafío del siglo no será derrotar a la pobreza, sino sobrevivir al régimen que aprendió a alimentarse de ella.

Pedro A. Reyes Flores es ensayista e investigador interdisciplinario dedicado al estudio de la crisis civilizatoria contemporánea y los límites biofísicos del crecimiento

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