El estreno exclusivo en Netflix de Las Muertas (México, 2025) -la novela homónima de Jorge Ibargüengoitia- es la conclusión del “passion project” del cineasta mexicano Luis Estrada quien -según sus propias palabras- leyó la novela original cuando tenía 15 años y desde entonces no solo se obsesionó con la forma en que Ibargüengoitia escribe sobre la realidad nacional, sino también con la idea de llevar a Las Muertas, al cine.
El sueño se cumplió, pero no como originalmente el cineasta lo había imaginado: Las Muertas se convirtió en una miniserie de 6 episodios, pero que en los hechos se ve como una película de seis horas. Estrada, (junto con Jaime Sampietro y Rodrigo Santos en el guion) aprovecha la naturaleza episódica de la serie para emular la estructura fragmentada de la obra original: un mosaico temporal de compleja armazón que en su translación a serie resulta en episodios compulsivamente visibles y difíciles de abandonar a cada corte de créditos.
Las Muertas de Ibargüengoitia (y por lo tanto, también la serie) está basada en el caso real de “Las Poquianchis”, proxenetas que operaban burdeles en México durante los años 60. Iniciando con la historia de Simón Corona (Alfonso Herrera), antiguo amante de una de las hermanas Baladro (Serafina, interpretada por Paulina Gaytán, y Arcángela, interpretada por Aracelia Ramírez) se desenvuelve una historia donde somos testigos del fantástico encumbramiento y la terrible caída de las dos poderosas hermanas cuyo negocio terminó en tragedia.
Las “madrotas” Balardo presumían de poder político y económico. Su popular burdel era visitado no solo por los típicos parroquianos del pueblo, sino también por los políticos más poderosos del lugar, quienes además de ser los mejores clientes del lugar, también fueron proveedores de los permisos necesarios para que medio mundo se hiciera de la vista gorda ante la innegable explotación que ahí se practicaba (todas las chicas del lugar provenían de familias que las vendieron a las Balardo). Se trata de una historia de corrupción, abuso, venganza, muerte y prensa amarillista que solo podría pasar en un país como México.
Contenido como nunca, pero sin delegar control (la serie no tiene segunda unidad, por lo que Estrada dirige personalmente los seis episodios de la misma), el cineasta entrega una cinta (o seis, según se vea) tremendamente fiel a la novela original, respetando el el tono macabro, la crítica mordaz y el humor negro.
La estructura de la serie funciona con tal precisión, que no solo provoca la necesidad de seguir viendo episodio tras episodio, sino que además Estrada hace de cada capítulo una película de género cambiante: thriller policiaco, novela erótica, historia de terror, cinta sobre escape y, por supuesto, crónica sobre la corrupción perenne de un México terrible donde autoridades y población se disputan la culpabilidad de estos hechos tan macabros.
Por primera vez en poco más de 25 años, Estrada finalmente abandona la gruesa crayola con la que usualmente traza su cine, pero sin dejar nunca de ser mordaz pero sí presumiendo una elegancia en el montaje y el ritmo de cada episodio. El cineasta parte por primera vez desde la incertidumbre sobre la naturaleza de sus personajes, multiplicando poco a poco a los posibles culpables en una gama de grises que no hace automática la condena por parte del espectador.
Por supuesto: Estrada no puede dejar de ser Estrada y se permite algunos excesos que ya se veían en sus obras anteriores: escenas de sexo sin pudor aunque innecesarias, violencia gráfica, y un momento que, aunque excesivo, parece cumbre (incluso en toda su filmografía): un escudo nacional donde en vez del águila se trata un zopilote.
Las Muertas se suma a la lista de adaptaciones que Netflix viene realizando (y seguirá haciendo) de grandes de la literatura latinoamericana (Pedro Páramo, Cien Años de Soledad), y no tengo duda en afirmar que Las Muertas de Luis Estrada no es solo una de las mejores en la plataforma, sino también lo mejor que ha dirigido Estrada desde su mítica e insuperable La Ley de Herodes (1999).