Hay países que se narran desde la urgencia: México es uno de ellos. Nuestro cine lleva mucho tiempo cargando el peso de la crudeza social, de la memoria rota, de la rabia que se acumula en las calles y en los cuerpos de la gente.
No es noticia. Pero en los últimos años, un fenómeno inesperado y luminoso se ha ido gestando: la imaginación está regresando con fuerza. No para distraernos, sino para sostenernos. Y es que la animación mexicana ha dejado de ocupar el cajón reservado a lo “infantil” para convertirse en un territorio donde se ensaya lo que todavía no puede decirse de frente. Porque cuando la vida cotidiana es demasiado cruda, lo fantástico no es evasión: es un lenguaje poderoso. Es amparo. Es trinchera.
Ahí está Soy Frankelda (2025), primer largometraje mexicano en stop-motion, creado por Arturo y Roy Ambriz y Mireya Mendoza en el taller de Cinema Fantasma, un estudio que nació desde lo independiente, lo manual, lo casi doméstico. Esta película no solo es una proeza técnica. Es una declaración: la imaginación también es industria, oficio, rigor.
Cada muñeco modelado a mano es una afirmación de existencia: aquí estamos y seguimos creando, creyendo. No es algo aislado. Alrededor de Soy Frankelda se ha estado tejiendo una constelación de cineastas con la misma pulsión.
Por ejemplo, Home is somewhere else (2022), de Carlos Hagerman y Jorge Villalobos, rompe el silencio sobre la vida migrante desde la animación documental. Un disfraz para Nicolás (2020), de Eduardo Rivero, habla con amor y ternura de un niño con Síndrome de Down utilizando esta técnica.

Olimpia (2018), de José Manuel Cravioto, utilizó rotoscopia para contar el movimiento estudiantil del 68 como memoria viva, no reconstrucción. También están estudios como Platypus, Fotosíntesis y Kraneo, entre otros, formados por una generación que sabe que imaginar no es adornar: es pensar el país desde otro lugar.
El corazón de esta revolución no es solo estético. Es ético. Animar es permanecer. Es decir: si lo que vivimos día a día me asfixia, puedo construir otra cosa. Puedo inventar la casa donde todavía no existe amparo y empezar a darle un rincón. Puedo crear un territorio donde la herida tenga contorno y, por lo mismo, tocarse y transformarse.
En tiempos dominados por la velocidad, el algoritmo, lo inmediato, animar es un acto de defensa creativa. Porque la animación exige tiempo, cuidado, paciencia. Es crear comunidad. Todo lo opuesto a la lógica de la producción acelerada y desechable. Lo artesanal contra lo masivo. Lo íntimo contra lo espectacular.
Hay quienes dicen que imaginar es escaparse. Yo creo que en este caso imaginar es quedarse. Para sostener lo que pesa sin romperse. Para darle un lenguaje a lo que parecía indecible. Para que la realidad no nos devore. Porque no todo puede mostrarse tal cual. A veces la verdad necesita disfraces para sobrevivir. Eso es precisamente animar: inventar la forma para que lo vivo no desaparezca.

