En el Auditorio Conde Duque del Centro cultural madrileño, Piano + IA planteó un experimento inusual: un pianista dialogando en tiempo real con un sistema que respondía a su improvisación con inteligencia artificial.
Sobre el escenario, Marco Mezquida. A un lado, Philippe Salembier y Josep Maria Comajuncosas ajustaban los estímulos que alimentarían a la máquina.
La premisa era clara: una conversación entre el músico y el algoritmo. Lo revelador fue comprobar que no estaban en el mismo plano. La IA ofrecía patrones precisos, respuestas inmediatas, variaciones impecables. Mezquida, en cambio, aportaba decisiones. Ajustes. Lecturas del instante que ningún cálculo anticipaba.
Lo humano no se notaba tanto en la emoción (esa palabra desgastada) como en la intención: en la capacidad de cambiar el rumbo incluso cuando no conviene.
Y ahí surgió lo valioso del experimento. La tecnología funcionó como un espejo que amplificaba ciertas capas del sonido, pero no como sustituto. La máquina reaccionaba, el músico interpretaba.
A medida que avanzaba el concierto, lo “nuevo” no era la IA improvisando, sino ver a un artista posicionarse ante ella sin perder autoridad. La presencia física de Mezquida, sus decisiones, su escucha, su velocidad para virar, ponía en contexto y marcaba un límite.
Ahí vinieron a la mente los futuros imaginados por el cine. Desde la intimidad de Her hasta las tensiones de Ex Machina, la pantalla ha fantaseado con IAs que imitan o suplantan. Pero lo ocurrido en el Conde Duque apuntaba hacia otro lado: un futuro donde la máquina amplifica, sí, pero no determina. Donde la IA produce respuestas y el humano produce sentido. Y esa diferencia lo cambia todo.
Lo que sentí no fue alarma, sino alivio porque la tecnología no parece destinada a devorar lo artesanal. Más bien abre un territorio donde el artista debe afinar su criterio. Elevarlo. Evidenció que no hay nada que sustituya la admiración que produce ver lo que se logra con años de oficio y disciplina.
El experimento dejó algo claro: la IA puede generar capas sonoras, pero no decidir lo que el público recordará ni con lo que conectará. Mezquida lo demostraba cada vez que cambiaba el ritmo, se adelantaba a la reacción de la máquina, la dejaba atrás o se paraba de su asiento para poder darle potencia a su cuerpo. Su rol no era competir: era marcar el pulso.
De eso va este momento histórico: no de enfrentar al artista con la tecnología, sino de entender cómo se tensan mutuamente. Y cómo, en esa fricción, nace una forma nueva de creación que exige más presencia y más responsabilidad humana. Porque la inteligencia artificial improvisa. El artista elige. Y el futuro (en la música, en el cine, en todo) pertenecerá a quien siga siendo libre.

