Ahora que se cumplieron cuarenta años de los terremotos del 19 y 20 de septiembre de 1985, ¿cómo no evocar el mundo real?

Recuerdo el inmediato sonido de cientos, tal vez miles de ambulancias en cuanto la tierra pareció calmarse: se produjo una insólita sincronización entre el movimiento telúrico y la instantánea puesta en marcha de todos aquellos vehículos y desde luego todas aquellas personas al frente de una misión de rescate nunca antes vista, al menos durante el México independiente.

Y recuerdo la solidaridad de absolutamente todas las personas, quizá unas más, quizá otras menos, ante la magnitud de la catástrofe.

No era –ni es– posible politizar las acciones de tantos seres que no esperaron la respuesta gubernamental, percibida como lenta (podría añadirse otro adjetivo), y que tomaron en sus manos la urbe de un modo que cambió las reglas citadinas de juego al menos durante los días, meses, años en que la ciudadanía tuvo conciencia de sí y actuó de modo ejemplarmente coordinado. En aquellas jornadas, la ciudad sacó adelante a la ciudad. La ciudadanía íntegra salvó a la ciudadanía.

El 19, murieron Rodrigo y Françoise. Rockdrigo era ya famoso por su música: “Metro Balderas”, “Tiempo de híbridos”, “Ama de casa un poco triste”, “Perro en el Periférico”, entre otras. Era un conversador admirable. Se definía como un “hippie culto”. Sus lecturas eran muchas y sustantivas.

Lo vi por última vez en el Metro Sevilla. Llevaba su guitarra. Gastaba lentes verdes con un cristal levemente rajado. Nos despedimos. Hasta poco antes él y Françoise vivían en un edificio por Anzures que no se cayó. Se mudaron a la colonia Juárez por algún cigarro encendido que provocó una alarma de incendio.

Durante un par de años Rodrigo visitó la Dirección General de Cultura de la Universidad Autónoma Metropolitana, de Medellín 28, colonia Roma. Se quedaba cada vez un par de horas y conversaba con nosotros, los editores de la revista Casa del Tiempo. Hablábamos de libros, de música, de gente. El ambiente era de lectura y de tranquila fiesta inesperada.

Después de todo –salvo si me corrigen la antropología y la arqueología–, las civilizaciones nacieron en torno a una sobremesa, a una conversación alegre y anímica, a un corrillo que atenuaba ese choque de voluntades tan característico de los vínculos entre las personas. Hoy la buena lectura podría estar prolongando una primigenia charla civilizatoria.

El diálogo permite síntesis. Ya de por sí “hippie culto” era una confluencia, casi un sincretismo: es que los valores de la libertad y el amor al estilo de la brevísima fulguración de los años sesenta, pronto inhibida por reacciones viscerales como el repentino ir y venir de las drogas, se unían a los valores de esa profundización en el tiempo y el espacio que está presente en muchas lecturas.

Hasta donde mis cada vez más modestas luces alcanzan, a nuestra sociedad le han faltado el libro y la película, la música y la danza, el teatro y las fotografías que expresen la gesta apolítica e intrínsecamente humana y ciudadana de toda la gente un segundo después de concluido el primer terremoto.

Carlos Fuentes es el máximo narrador de la Ciudad, gracias sobre todo a La región más transparente y a Agua quemada, que contienen algunas de las páginas de este autor que más me han gustado.

La novela que apareció después de los terremotos, Cristóbal Nonato (1987), incluye dos cuartillas sobre estos acontecimientos en medio de una historia que siempre me resultó indescifrable: el maestro mexicano pasó por alto un parteaguas de su ciudad, y tal vez nunca sabré por qué.

Los hábitos de lectura han cambiado muchísimo, y hoy parece difícil sumergirse en textos tan amplios como Cristóbal Nonato y La voluntad y la fortuna (2008), el volumen que Fuentes publicó a sus ochenta años. Las primeras páginas de este libro, que son perfectas, relatan las vicisitudes de una cabeza sin cuerpo arrojada al Pacífico. La cabeza pertenece a un narcotraficante ejecutado por colegas.

Las páginas causan efecto porque describen sensaciones precisas de una testa en altamar, consciente de sí, aunque desprovista del resto de su ser. La idea es muy buena y muy útil para que Fuentes narre las entrañas y los efectos de un cáncer nacional e internacional.

Sin embargo (nuevamente a mi juicio), el resto de la novela va perdiendo la fuerza y la concentración que tuvo al inicio. O quizá las condiciones contemporáneas de la lectura me impiden aceptar un desafío tan extenso como los que solía lanzarnos Fuentes en sus novelas. Después de todo, la lectura, acto civilizatorio, metamorfosis de las conversaciones originarias alrededor de una mesa, siempre se realiza en muy concretas condiciones culturales, económicas y sociales, y el siglo xxi está incrementando exponencialmente el número de textos disponibles y disminuyendo también exponencialmente el tiempo para la lectura.

No sólo Houston tiene un problema. Lo tiene la civilización entera: acaso la mendaz vacuidad de muchas expresiones públicas al más alto nivel planetario ya es efecto de los embates contra una especie humana en trance de volverse iletrada.

“Puedo morir mañana en la Ciudad” es uno de los últimos versos de Rockdrigo. La poesía puede ser premonitoria. Concentra, condensa, convoca. La escritura y la lectura creativas se adaptan a las nuevas condiciones, aunque no lo hacen de modo homogéneo, pues nada es homogéneo en los hábitos y las prácticas colectivas.

En 2020 departí con Rockdrigo y Françoise mediante una carta–poema:

Hoy, México. Ciudad. Recordado Rockdrigo,

por medio de mi voz y, sí, de la presente,

te digo y te confirmo, valioso y buen amigo,

que muy poco y apenas vivimos el presente.

Estamos en pandemia. Pero ve. Yo te escribo

más bien para decirte o, es decir, confirmarte

que tú andas por aquí. Que sigues muy activo

por lo pronto en el arte. Sí, exacto, sí, en el arte

de tu jugosa música y asimismo en tu afecto.

Una noche anduvimos paseando. Correcto

y alegre siempre tú con Rossina y Panchuás.

Recuerdo tu mirada: rica y con mucha paz.

¿O sí existe el presente? Huellas de aquella noche

siguen en mi memoria. Grande y blanco era el coche.

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