El sábado pasado, el Zócalo se convirtió en un espejo incómodo para el gobierno. La protesta encabezada por la “Generación Z”, una movilización masiva, diversa y visiblemente cansada del camino oficial, terminó enfrentándose con la fuerza pública en un episodio que el poder intentó reducir a una anécdota violenta protagonizada por “provocadores”. Pero lo que quedó realmente expuesto no fue la molestia juvenil, sino la frágil narrativa del gobierno federal cuando decide minimizar el grito.

Desde el primer momento, el discurso institucional se colocó a la defensiva: “solo hubo contención, no provocación”, informó el gabinete de seguridad capitalino, la nueva Suprema Corte dio a conocer su postura en donde la preocupación central fue el daño a su inmueble y las agresiones a elementos de seguridad, no la que sufrieron los jóvenes y familias golpeadas. La versión oficial, repetida con disciplina quirúrgica, no resistió la velocidad de los videos testimoniales de los manifestantes.

La presidenta Sheinbaum añadió un marco épico al mensaje gubernamental. En vez de reconocer la distancia creciente entre las calles y el poder, afirmó: “cuando el pueblo y el gobierno estamos juntos, somos invencibles”. Presentar a los manifestantes como una minoría violenta, aislada de “la mayoría pacífica”, funciona como un doble movimiento: niega las causas del malestar y cancela de entrada cualquier interlocución con los jóvenes. Y en política, negar un conflicto no lo desactiva; lo multiplica.

La prensa internacional lo dejó claro. Al Jazeera y la BBC registraron los enfrentamientos sin eufemismos. Euronews reportó detenciones forzadas y uso de gas. The Guardian y CNN, viralizaron imágenes del choque frontal entre jóvenes y policías. Reuters interpretó la protesta como un síntoma del hartazgo por la violencia y la impunidad, agudizado tras el asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo. Mientras afuera del país se explicaba un estallido social legítimo, adentro el gobierno insistía en que solo se trataba de minorías “violentas”.

Como advierte el Politólogo de Yale y profesor de Comunicación de la Universidad de Washington, Lance Bennett, cuando un gobierno intenta sostener un encuadre que contradice lo que la ciudadanía ve, escucha y experimenta, se abre una grieta de credibilidad muy difícil de cerrar. Esa grieta se volvió visible el sábado: la retórica institucional se fracturó frente a la precisión implacable de las videocámaras ciudadanas.

La segunda fractura ocurrió en el terreno digital. Manuel Castells, sociólogo y académico español describe este fenómeno como la emergencia del “contrapoder comunicacional”: cuando el relato oficial ya no controla la interpretación pública, la ciudadanía toma el micrófono en tiempo real. Eso fue exactamente lo que ocurrió. Las transmisiones en vivo, las grabaciones simultáneas y los testimonios independientes desmontaron, uno a uno, los intentos de minimizar el uso de la fuerza. El gobierno quiso fijar la narrativa antes de que los hechos terminaran de suceder; la multitud ya estaba fijando la suya.

El tercer problema es generacional. En su intento por deslegitimar la protesta, el gobierno insinuó que los jóvenes estaban manipulados por la “derecha” o que actuaban como “bots”. Pero ese recurso retórico suele tener el efecto contrario.

Zeynep Tufekci, socióloga de la Universidad de Princeton y columnista del New York Times, ha documentado que los movimientos juveniles, cuando son atacados o ridiculizados por el poder, tienden a cohesionar su identidad política: el agravio los unifica y la descalificación los fortalece. Si el gobierno pensó que etiquetar al movimiento lo desactivaría, ocurrió lo opuesto: lo dotó de propósito.

La protesta también dejó una lección que va más allá de la coyuntura. Cuando los medios internacionales describen el episodio no como disturbio, sino como expresión de un hartazgo legítimo, el costo reputacional rebasa la frontera. El mundo observa —con más atención de la que el gobierno quisiera— cómo México trata a sus jóvenes y cómo responde a la inconformidad democrática.

La narrativa oficial, encapsulada dentro del país, no logró trascender. Cuando un gobierno pierde el control del relato fuera de sus fronteras, la autoridad y su legitimidad empieza a deteriorarse dentro de ellas.

Minimizar la fuerza pública, negar la violencia o etiquetar a los inconformes como minorías extremistas no resuelve nada. La credibilidad no se sostiene con frases de invencibilidad ni con comunicados urgentes. Se sostiene con verdad, con reconocimiento del conflicto y con la capacidad de mostrar que el poder sabe escuchar, a pesar del deterioro del país que sucede diario.

Si el gobierno insiste en responder a una generación con contención policial y contención narrativa, terminará enfrentándose a un adversario imposible de vencer: la realidad. Y la realidad, cuando se intenta ocultar, siempre vuelve con más fuerza.

Licenciado en Periodismo por la UNAM. Tiene un MBA por la Universidad Tec Milenio y cuenta con dos especialidades, en Mercadotecnia y en Periodismo de investigación por el Tec de Monterrey.

Mail: albertomtzr@gmail.com

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