México vuelve a estremecerse con una tragedia que duele en lo más profundo. La noche del sábado, en Uruapan, Michoacán, fue asesinado el alcalde Carlos Manzo durante una ceremonia del Día de Muertos. Un crimen perpetrado de noche, frente a su esposa, sus hijos y decenas de ciudadanos, en medio de una celebración llena de significado para las familias mexicanas. Carlos Manzo contaba con la protección de 14 elementos de la Guardia Nacional, pero ni eso bastó. Su asesinato es una herida abierta que exhibe, una vez más, la impotencia del Estado frente al crimen.
Hace apenas quince días, también en Michoacán, fue asesinado Bernardo Bravo, líder limonero joven, decidido y valiente, que encabezaba la defensa de cientos de productores extorsionados y amenazados por grupos criminales. Su historia me tocó especialmente porque tuve el privilegio de conocerlo hace algunos meses. Me sorprendió su determinación, su garra, su claridad de pensamiento. Mientras lo escuchaba, recordé las palabras que yo mismo pronunciaba en 2007 como presidente del Consejo Ciudadano de Seguridad Pública: “la justicia no se pide, se construye”.
Me identifiqué de inmediato con su causa. Era un hombre auténtico, con una convicción profunda por lograr seguridad y dignidad para su gente. Le recomendé que tomara precauciones, que se rodeara de profesionales, que no enfrentara solo a quienes controlan con miedo y con armas. Lamentablemente, el tiempo no nos alcanzó para continuar esa conversación. Semanas después, mientras me encontraba en la Cumbre Policial Internacional en Denver, me enteré de su asesinato. El golpe fue doble: como ciudadano y como alguien que había visto en él el reflejo de una generación que todavía cree en la posibilidad de cambiar las cosas.
Estas muertes tienen un hilo conductor: la soledad del valiente. Carlos Manzo y Bernardo Bravo compartían un mismo espíritu: el de no rendirse, el de no callarse, el de creer que aún se puede recuperar el orden y la paz. Pero también compartieron la peor de las condenas: la indiferencia de quienes deberían protegerlos. Hace 18 años, el 28 de noviembre de 2007, yo viví mi propio atentado en Tijuana. Si hoy estoy aquí es porque un gobernador —a pesar de nuestras profundas diferencias políticas— tuvo la determinación de cuidarme y darme los medios para sobrevivir. Eso, que debería ser normal en cualquier Estado de derecho, hoy parece excepcional. Porque lo que hoy vemos es un desdén absoluto del poder hacia quienes, desde el liderazgo local o social, enfrentan al crimen con valentía.
Por eso, lo que ocurrió en Uruapan, en Michoacán, y lo que pasó con Bernardo Bravo no son solo asesinatos: son mensajes de terror, intentos por aniquilar el ánimo y la esperanza de comunidades enteras. No matan solo a una persona; intentan matar el ejemplo, apagar la voz, doblegar la voluntad. Y frente a eso, debemos decirlo con claridad: no hay transformación, ni justicia social, ni seguridad posible mientras los valientes sigan cayendo y los indiferentes sigan gobernando. Pobre nuestro México... pobre Michoacán, que vuelve a llorar a sus hijos más valientes. Y pobre de todos nosotros si seguimos permitiendo que la cobardía sea política de Estado y la valentía, una sentencia de muerte.

