En España, en Francia… a lo largo de Europa, en diferentes momentos, han querido, desde la admiración, etiquetarla. Graciela Iturbide argumenta con palabras lo que sus obras dicen en imágenes. “Fotografiar pueblos indígenas no es realismo mágico, es la vida”, le dijo al reportero de El País cuando la entrevistó el día que se anunció para ella el Premio Princesa de Asturias 2025. En 2022 insistió ante el mismo medio: “El realismo mágico es una etiqueta colonial y racista”.
Recuerda Graciela un cuadro de Frida Kahlo donde la pintora escribió: “Yo no soy surrealista”. Y comenta: “Eso me encantó porque su obra era su personalidad, sus sueños, su vida cotidiana. Ni surrealismo ni realismo mágico (…) la etiqueta siempre es para el mundo de fuera, del tercer mundo”.
Le preguntan con cuál de todas sus experiencias se queda. Responde: “Conocer mi país a través de mi cámara. Y a través de mi cámara conocer cómo curan las plantas, cómo vuelan los pájaros (…)”.
¿Alguien ha intentado retratar un pájaro? Una y otra vez lo he pretendido, pero en cuanto me acerco, el ave emprende el vuelo. Así Graciela Iturbide con quien recurre a la definición de su obra. Encasillarla es imposible. Igual que la poesía. Lo que sí tomó muy en serio esta artista de la lente es lo que le dijo alguna vez un niño: “Tu con la fotografía haces sueños sobre el papel”. Me contó, hace tiempo, que se quedó pensando en aquella frase durante años y creyó que era cierto, que “uno fotografía los sueños que tiene, elegimos de la realidad lo que no está sucediendo y nos autorretratamos”.
Soñó un día Graciela Iturbide: Un señor sembraba, y al excavar, salían aves de la tierra, mientras ella se repetía: “Sembraré pájaros”. Lo leo en el libro Sembrar pájaros, Pioneras del arte contemporáneo en México (coordinado por Irma L. Uribe e Itzel Vargas) una edición dirigida a las infancias con un capítulo sobre Graciela. Nació en México en 1942, recibió de su padre su primera cámara cuando tenía apenas 11 años, “aprendió a observar y a disfrutar del silencio”, quiso ser escritora, luego antropóloga, estudió cine y se hizo aprendiz de Manuel Álvarez Bravo, experiencia que le puso alas para mirar, emprender su propio vuelo, convertirse en viajera y retratar la diversidad de los pueblos, los modos de vida “y entendimientos del mundo”.
En el texto de Mariana Rubio leo que Graciela “se identificó con los pájaros de manera excepcional. Son su nahual; es decir, su espíritu animal protector, y en varias de sus imágenes, son el centro”. Miro su foto El señor de los pájaros (Nayarit, 1984) y recuerdo a Rosario Castellanos: El mundo que venía como un pájaro/ se ha posado en mi hombro/ y yo tiemblo lo mismo que una rama/ bajo el peso del canto/ y del vuelo un instante detenido (Misterios gozosos 16).
Dentro del universo visual de los siglos XX y lo que va del XXI, la obra de Graciela Iturbide representa un parteaguas en el arte fotográfico mexicano. Abrió la puerta a toda una generación de autoras con plena conciencia de su obra y ensayos fotográficos de largo aliento donde libertad creativa, talento poético y dominio de la técnica siguen enriqueciendo el muy fértil panorama actual. En su libro Episodios fotográficos, Raquel Tibol ubicaba a esta artista “con sus propias propuestas y sus propias tensiones espirituales”, en la estética de Tina Modotti y Manuel Álvarez Bravo.
Fotografías como Mujer ángel, de su trabajo con los seris en el desierto de Sonora, aquellas que integran el libro Juchitán de las mujeres, y muchas más, laten en el imaginario colectivo mientras preparan el vuelo hacia nuevas miradas con imaginación.
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