Las lluvias torrenciales que azotaron Veracruz, Puebla, Hidalgo, Querétaro y San Luis Potosí dejaron tras de sí un paisaje de lodo, angustia y ausencias. La solidaridad, en estos casos, debería ser el reflejo mínimo de nuestra humanidad. Pero también es urgente mirar más allá del desastre, hacia el patrón que se repite como eco en cada tormenta: un Estado que responde con espectáculo, no con prevención. Un Estado que, ante el trueno, monta una escenografía.
Es cierto: los desastres naturales escapan a la voluntad humana. Pero lo que sí está en nuestras manos es la forma en que los enfrentamos. México ha vivido tragedias que deberían habernos enseñado a construir resiliencia, pero en lugar de aprender, se ha perfeccionado una coreografía de simulación. Cada desastre se convierte en un ensayo general para el teatro del poder.
Los gobiernos de la “transformación” han sido omisos e irresponsables en atender los problemas de fondo. Prefieren centrar la discusión en si los gobiernos anteriores entregaban cobijas y ellos reparten electrodomésticos y dinero en efectivo. Como si el tipo de dádiva definiera la ética del gesto.
Las imágenes que circulan para competir en la vitrina de la empatía nos muestran de todo: funcionarios con el lodo aún fresco en los zapatos, cargando refrigeradores como trofeos, estufas como medallas, colchones como pancartas. Visitas “inesperadas” a domicilios previamente preparados para recibir al líder, que llega no a escuchar, sino a ser aplaudido. Es una solidaridad de cartón, diseñada para alimentar la campaña electoral permanente. Un simulacro de compasión con fecha de caducidad.
Pero el debate de fondo no es si se deben entregar apoyos ante una emergencia. Por supuesto que sí: la dignidad exige atender las necesidades primarias de quienes acaban de perderlo todo. Lo que debe cuestionarse es por qué, desastre tras desastre, el Estado invierte más en la imagen que en lo que realmente salva vidas: infraestructura resistente, protocolos comunitarios bien ensayados y sistemas de alerta temprana que funcionen. Mientras los titulares celebran la entrega de enseres, los puentes siguen colapsando, las colonias se inundan por falta de drenaje pluvial y los hospitales “antisísmicos” muestran sus grietas como heridas mal cerradas.
Detrás de cada electrodoméstico entregado hay una estrategia electoral, no una política pública. Y en el corazón de esa estrategia están los censos improvisados. Levantados a toda prisa, sin protocolos claros ni auditorías independientes, se convierten en mecanismos opacos que deciden quién merece ayuda y quién queda fuera. Lo que debería ser un instrumento de justicia se transforma en una herramienta de control político. El mensaje es claro: la lealtad se premia con ayuda. El padrón se convierte en un mapa de fidelidades.
A esta perversión se suma el fracaso de los sistemas de información y alerta. Lo vimos con el huracán Otis: las sirenas no sonaron, los mensajes de emergencia no llegaron. Lo seguimos viendo en todo el país: la gente no sabe dónde resguardarse, cómo actuar ni a quién acudir. La información, ese bien invaluable en una crisis, es el eslabón más débil. Y cuando finalmente llega, ya es demasiado tarde. La prevención no da votos inmediatos. No se puede fotografiar un desastre que no ocurrió.
El caso de la alcaldesa de Acapulco, Abelina López Rodríguez, tras el paso de Otis en octubre de 2023, es emblemático: los recursos asignados sin ningún mecanismo de control derivaron en un triunfo electoral para MORENA, pero también en una derrota monumental para un municipio que no ha recuperado su magia turística ni su vocación de desarrollo. 898 millones de pesos de los que nadie quiere rendir cuentas. Una cifra que se evapora como la transparencia en tiempos de campaña.
La llamada política de prevención de la “transformación” ha sido tan fallida como otras áreas de la administración pública. Se prometió un cambio de fondo, pero se perpetuó el mismo circo. Cambiaron los colores, pero no el guion.
Lo vimos también en 2017, cuando López Obrador creó un fideicomiso para los damnificados del sismo. Lo que parecía una respuesta solidaria terminó siendo un instrumento electoral. Es la misma lógica que pretende resolverlo todo con “apoyos directos”, como si una estufa nueva pudiera tapar años de negligencia institucional. Como si el fuego del abandono se apagara con un electrodoméstico.
Se actúa como si la entrega de un colchón justificara la falta de inversión en drenajes, en la contención de taludes, en la construcción de hospitales y escuelas seguras. Es el silencio comprado con electrodomésticos, un intento cínico de borrar con una mano —la de la caridad forzada— la responsabilidad que la otra —la del Estado— omitió cumplir. Una mano lava la otra, pero ambas están manchadas de omisión.
Frente a esta maquinaria bien aceitada, hay quienes acusan de “inmundicia” a quien denuncia. Pero la verdadera inmundicia no está en señalar la corrupción, sino en gobernar desde la comodidad del poder, administrando el dolor humano como si fuera una moneda de cambio. Está en convertir la emergencia en oportunidad electoral, mientras la población queda sin refugio, sin información clara y, lo más grave, sin la certeza de un futuro más seguro.
Este sistema no cambiará si no lo denunciamos con contundencia. Y hay que decirlo sin rodeos: el gobierno de México lucra electoralmente con las desgracias de los mexicanos. Lo ha convertido en política de Estado. Una que prefiere repartir migajas en medio del caos que invertir en los cimientos de un país que no se desplome ante el primer embate de la naturaleza.
La próxima vez que veamos las fotos de los damnificados con electrodomésticos, rodeados de funcionarios color guinda, recordemos que detrás de ese gesto no hay solidaridad, sino la evidencia de un Estado que ha renunciado a su deber más elemental: prevenir para proteger. Porque un país que solo reacciona cuando ya es tarde, está condenado a vivir en el eterno retorno del desastre.
Adriana Dávila Fernández
Política y activista