En México, los sobres amarillos han cobrado vida propia. Se deslizan como serpientes entre las manos de los elegidos, ofrecen milagros dignos de una parábola y, sin embargo, las imágenes reales no provienen de la imaginación popular, sino de cámaras que documentan la transmutación del efectivo en virtud política... son las metamorfosis del poder en la era de la “transformación”.
Pío López Obrador fue grabado en el ritual, recibiendo generosos sobres amarillos de manos de David León, el operador político de Manuel Velasco, ex gobernador de Chiapas y uno de los dueños del PVEM, heredero del priísmo rancio, corrupto y corruptor del que formó parte el fundador de MORENA.
Ante el escándalo de los sobres, el poderoso presidente del país validó el acto con una sinceridad que raya en el cinismo: “son aportaciones para el movimiento”, con lo cual lo exoneraba, como si la “pureza” de un movimiento se pudiera envolver en papel manila.
Otro hermano del expresidente, Martín Jesús López Obrador, apareció antes en el escenario, recibiendo también aportaciones de David León. Así, los sobres amarillos obran el milagro: los corruptos de ayer se bañan en las aguas de la “transformación” y emergen como apóstoles de la nueva fe política.
El origen del dinero sigue envuelto en sombras: ni el Instituto Nacional Electoral (INE), ni la fiscalía general de la República (FGR) aplicaron la ley y las razones son obvias: los titulares responden al poder político, no a los ciudadanos y menos a la justicia.
La corrupción evidente se disfraza de “milagro” administrativo: nadie sabe -pero todos intuyen- si los recursos provienen del erario, del crimen organizado o de alguna alquimia financiera desconocida. Lo cierto es que brillan con el resplandor de lo ilícito, mientras los guardianes oficiales se convierten en estatuas de sal, petrificados y cómplices ante el espectáculo.
SEGALMEX, el Frankenstein de la burocracia moderna, se lleva las palmas en esta ópera bufa, con 15 mil millones de pesos evaporados en el aire, como si fueran confeti en un carnaval. Ahí está Ignacio Ovalle, el “buen hombre”, exonerado porque, según la narrativa oficial, fue engañado por priístas de “malas mañas”, aquellos mismos que ya eran expertos en trucos desde la época de Salinas de Gortari y CONASUPO y que regresaron junto con sus “herederos” en el obradorato.
El multimillonario desfalco resultó tan escandaloso, que la paraestatal tuvo que cambiar de nombre; ahora se llama “Alimentación para el Bienestar”, aunque el modus operandi sigue intacto: empresas fantasmas, tráfico de influencias y otros dos mil millones entregados a los amigos del poder, como si la transformación fuera solo un cambio de logotipo.
Y para muestra basta un botón, Manuel Velasco, en un giro tan insólito como indigno, fue receptor de la reverencia pública de Claudia Sheinbaum en su toma de protesta, donde aseguró que habíamos llegado todas, mientras un beso en la mano apareció como símbolo de vasallaje político y sumisión. Con ello nos anunciaba que nada iba a cambiar.
La repetición de la historia es tan mecánica como los relojes suizos: dinero público que va a los bolsillos de los fieles, cuotas políticas y favores pagados con recursos
nacionales. Juan Antonio Ferrer, por ejemplo, fue “premiado” por el régimen con la embajada ante la UNESCO, después de haber administrado el INSABI, un fracaso tan monumental que tuvo que ser rebautizado como IMSS Bienestar.
El costo de este capricho superó los 409 mil millones de pesos y dejó sin servicios médicos a 15 millones de mexicanos. De este naufragio surgieron “farmaciototas” sin medicinas, médicos cubanos explotados víctimas de trata de personas por el régimen que tanto admiran los morenistas y profesionales de la salud mexicanos, relegados y menospreciados.
Hemos transitado de las casas blancas a las casas grises y oscuras, de las residencias “prestadas” a la “señora que tiene dinero” -esposa de José Ramón López Beltrán- beneficiarios ambos, de empresas favorecidas por contratos de PEMEX. No faltan las mansiones financiadas por ingresos “youtuberos” del ex presidente del Senado, Gerardo Fernández Noroña, cuyo aroma es más cercano al lavado de dinero que a la transparencia.
El Tren Maya tampoco se libra del descarrilamiento. A la devastación ambiental se suma el tráfico de influencias de primos, hijos y amigos de la nueva clase política. Llegaron al poder en 2018, prometiendo progreso, pero lo único que han impulsado son fortunas personales: Amílcar Olán y Andy López Beltrán son protagonistas indiscutibles de este drama ferroviario, donde cada kilómetro parece más una ruta hacia el enriquecimiento privado que hacia el desarrollo nacional.
No puede faltar el Instituto para Devolverle al Pueblo lo Robado, una institución cuyo nombre es, en sí mismo, una sátira de la realidad. Bajo el estandarte del pueblo, se cometen actos de corrupción, se justifican abusos y se premia la lealtad al poder, mientras la traición a los gobernados se convierte en rutina.
Y ante esta realidad, el informe del primer año de gobierno de Claudia Sheinbaum pinta un país utópico, solo existente en el universo morenista, en tanto la división de poderes se disipa como niebla, la justicia se convierte en parodia y parte de la clase política opositora en el legislativo y dentro de los partidos políticos, simula indignación en lo público, mientras en lo privado aprieta las manos de quienes ostentan el poder. Porque en la élite política los pleitos son de mentira y en el pueblo, las diferencias son de verdad.
Y por si fuera poco, los descubiertos corruptos, lanzan amenazas para solicitar “reparación de daños” inexistentes, porque se saben protegidos e impunes, pero además, porque están entrelazados con quienes llegaron a las instituciones a través de la simulación democrática, mientras millones de mexicanos observan, como espectadores de una obra que creían concluida, el regreso de un México que, lejos de extinguirse, se reinventa con cada acto, cada sobre amarillo y cada milagro administrativo.
La política nacional, al final, parece un circo de tres pistas, donde los acróbatas del poder saltan de escándalo en escándalo y el pueblo paga la entrada una y otra vez, esperando el acto final que, por ahora, sigue tan lejano como la transformación prometida.
Adriana Dávila Fernández
Política y Activista