La Organización de las Naciones Unidas (ONU) cumple 80 años llenos de blancos y negros, señalada por ser incapaz de impulsar la paz, en medio de conflictos como el de Rusia-Ucrania e Israel-Hamas, bajo un creciente cuestionamiento por el poder de veto en el Consejo de Seguridad y por la falta de transparencia. Enfrenta, a la vez, el desafío de cómo financiarse sin depender de los recursos de un gobierno como el de Trump. Pero, sobre todo, con el gran desafío de cómo mantenerse relevante en un mundo donde la globalización y el multilateralismo están bajo creciente ataque.
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Multilateralismo en crisis: la ONU frente a sus propios límites
Scarlett Limón Crump. Analista internacional
En la última semana, el Consejo de Seguridad volvió a exhibir su parálisis. Mientras la catástrofe en Gaza se agrava y la ONU documenta actos que configuran genocidio, la mayoría de los Estados exigieron un alto el fuego inmediato. Sin embargo, el veto de Estados Unidos bloqueó una vez más una resolución de consenso, confirmando la disonancia entre normas universales y la política de poder.
Lo ocurrido no es un hecho aislado: refleja cómo el multilateralismo se erosiona cuando las potencias utilizan el veto como blindaje de aliados estratégicos. Rusia lo hace en Siria y Ucrania; China en expedientes de derechos humanos. Pero en Gaza el aislamiento de Washington es particularmente visible y mina la legitimidad del sistema en la crisis humanitaria más grave de nuestro tiempo.
Mientras tanto, el número de personas desplazadas alcanza un récord histórico de más de 120 millones, la economía global se estanca y la crisis climática multiplica sequías, inundaciones y hambrunas. La ONU es la única instancia que produce datos verificables, coordina respuestas humanitarias y establece estándares jurídicos que sirven de base para tribunales y sociedad civil. Pero su eficacia se ve limitada por la falta de voluntad política de los Estados más poderosos.
¿Sigue importando la ONU? Sí, porque sin ella no habría registros de atrocidades, coordinación frente a pandemias o agendas globales como los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Pero lo que esta semana nos recordó es que necesitamos una nueva era de multilateralismo: restringir el veto en casos de atrocidades masivas, dar más margen a la Asamblea General cuando el Consejo se bloquea, blindar el financiamiento de derechos humanos y construir coaliciones temáticas en clima, migración y tecnología.
La ONU no es perfecta, pero sigue siendo indispensable. Su fracaso actual no radica en la institución, sino en el uso que hacen de ella quienes prefieren la impunidad sobre la justicia. Reformar las reglas del juego es urgente si queremos que el multilateralismo vuelva a ser una herramienta para la paz y no un escenario de vetos. Porque si el sistema internacional no logra detener un genocidio transmitido en tiempo real ¿qué queda de la promesa de “Nunca Más”?
La paz requiere una mujer
Nicole Bratt Bessudo. Internacionalista.
En 1994, cuando Ruanda quedó devastada por el genocidio tutsi, la pregunta era cómo reconstruir una sociedad donde el odio y el miedo se habían vuelto la norma. En Irlanda del Norte, 30 años de violencia entre las facciones unionistas y republicanas dejaron heridas que parecían imposibles de sanar. En Colombia, el Estado luchó contra las FARC durante medio siglo. Y sin embargo, en todos estos escenarios, hubo un factor común que permitió avanzar hacia la paz: las mujeres.
En Ruanda, fueron ellas quienes tomaron el liderazgo del país, estableciendo estabilidad y una política de tolerancia cero a la violencia sexual. En Irlanda del Norte, la Coalición de Mujeres (NIWC) garantizó los derechos de las víctimas en el Acuerdo de Viernes Santo. Y en Colombia, las negociadoras lograron que los acuerdos de paz de 2016 reconocieran los impactos diferenciados de la guerra sobre las mujeres.
Es evidente que cuando las mujeres participan en procesos de paz, los acuerdos – además de ser más inclusivos y duraderos – se sensibilizan y acatan a las necesidades reales de la sociedad. No por nada la propia ONU ha insistido en la Agenda 2030 con objetivos como igualdad de género y construcción de paz e instituciones sólidas. Sin embargo, el sistema internacional actúa bajo una contradicción: mientras predica igualdad, en la práctica la ignora.
Hoy las mujeres encabezan gobiernos solo en 29 países, mientras que los hombres triplican su número en puestos ejecutivos y legislativos. Mientras tanto, la ONU ha trabajado durante décadas con mediadoras y líderes comunitarias, reconociendo su papel fundamental como constructoras de paz. Y, sin embargo, desde su fundación, nunca ha tenido una secretaria General. ¿Qué mayor incoherencia puede haber? Así que, si el organismo busca ser relevante en un mundo ahogado en conflictos armados, tal vez debería tomar su mismo consejo y romper su propio techo de cristal.
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¿Hacia dónde debe ir la ONU? El secretario y las prioridades del futuro
Hiromi Amador. Internacionalista
El secretario general que la ONU necesita no puede limitarse a ser un diplomático discreto. En un contexto marcado por genocidios, guerras, crisis climática y desconfianza hacia el multilateralismo, la organización requiere un liderazgo con autoridad moral, independencia frente a las grandes potencias y la capacidad de confrontar los bloqueos que imponen los intereses nacionales. Asumir este cargo implica la responsabilidad de impulsar y sostener la cooperación internacional.
El perfil debe combinar firmeza ética con visión global: alguien capaz de construir consensos sin diluir la urgencia de actuar y de devolver credibilidad a una institución cuestionada por su falta de eficacia. Los discursos del secretario general deben traducirse en acciones que marquen precedentes útiles en el derecho internacional y en la gobernanza global.
Las prioridades son claras. Primero, promover la reforma del Consejo de Seguridad, para reducir la parálisis que genera el derecho de veto y recuperar la capacidad de respuesta ante los conflictos. Segundo, fortalecer la prevención, anticipando los riesgos ligados al cambio climático, la desigualdad, las migraciones forzadas y el desarrollo tecnológico, en lugar de limitarse a reaccionar ante las crisis. Tercero, colocar en el centro la defensa de los derechos humanos, protegiendo a quienes luchan por la democracia, la igualdad de género y la diversidad, incluso cuando esto incomode a los Estados más influyentes. Y cuarto, garantizar la sostenibilidad y legitimidad de la ONU, con finanzas sanas, transparencia y una mayor conexión con la ciudadanía mundial.
La credibilidad de la ONU dependerá, en gran medida, de que surja un secretario general con la valentía de impulsar reformas profundas y la claridad de priorizar la paz, la justicia y la cooperación global.
Relaciones ONU-México en el marco de la 4T
Irais Moreno López. Doctora en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM, profesora de tiempo completo de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (UNAM); integrante del Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores.
El sexenio actual y el precedente se han caracterizado por un giro en la política exterior mexicana; desde luego, este cambio ha impactado la relación con la Organización de las Naciones Unidas.
La presidencia de Andrés Manuel López Obrador se distanció de sus antecesores en el papel central del Ejecutivo en la política exterior de México. Sin embargo, es importante señalar dos aspectos de una postura aparentemente más “doméstica” y ortodoxa respecto a la Doctrina Estrada: primero, el distanciamiento termina cuando hay afinidad ideológica y política con otro régimen; segundo, todo marcha bien mientras no se toquen temas sensibles. La Doctrina Estrada quedó en el olvido para López Obrador, por ejemplo, con la destitución de Evo Morales en Bolivia. En la actual administración, en abril de este año, la ONU, como lo ha hecho históricamente en muchos países, ha señalado la gravedad de la desaparición forzada en México. La respuesta del gobierno a través de Gerardo Fernández Noroña fue la negación de la situación, seguida por la descalificación del Comité contra la Desaparición Forzada de la ONU, así como un pronunciamiento del grupo parlamentario de Morena en el Senado para solicitar la destitución del Comisionado Olivier de Frouville; solicitud improcedente dada la condición de inmunidad de los servidores públicos internacionales, pero notablemente autoritaria por parte de actores relevantes del Estado mexicano.
Las relaciones entre Naciones Unidas y México bajo la administración actual están enmarcadas en una política exterior que parece poco planeada y menos organizada, reactiva y sin objetivos claros. Al mismo tiempo, está enmarcada en una tendencia global más amplia: gobiernos populistas con inclinaciones autoritarias que buscan otro tipo de alineaciones multilaterales, unas veces al margen de la ONU y otras en detrimento de la lógica, los valores y los marcos de cooperación de esta organización.
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El veto contra la rendición de cuentas
Lourdes Morales Canales. Investigadora de la UdeG
La Carta de Naciones Unidas es el documento fundacional de la ONU que desde 1945 permite que todos sus integrantes arreglen sus controversias internacionales por medios pacíficos. Los 193 países que hoy lo conforman, mantienen un compromiso público a favor de la paz y la seguridad de todo el mundo. Los principios promovidos por Naciones Unidas no han evitado las guerras, pero sí han permitido que la humanidad escape a una tercera Guerra Mundial. Por razones políticas y económicas, el acuerdo surgido hace ochenta años de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, está al borde del colapso. Uno de los problemas más evidentes es el poder de veto del que gozan los cinco países que ocupan una silla permanente en el Consejo de Seguridad. Desde 1945 a la fecha, la facultad de bloquear unilateralmente resoluciones de Seguridad se reserva solamente a Francia, Gran Bretaña, China, Estados Unidos y Rusia. El veto ha sido utilizado casi 300 veces principalmente por estos últimos dos países. Los tres vetos más recientes han sido impuestos por Estados Unidos y han impedido el cese al fuego en Gaza. La falta de justificación para sustentar el veto ha sido fuente de críticas por favorecer los intereses de los más poderosos. Desde 2015, Francia y México promovieron restringirlo en casos de crímenes de lesa humanidad. Más de 100 países secundaron la iniciativa sin lograr modificar la toma de decisiones. Como resultado, al día de hoy las autocracias se fortalecen y el acuerdo mundial por la paz se desvanece frente a los ojos horrorizados del mundo.
Consejo de Seguridad: ¿garante de paz o guardián de privilegios?
María Muriel. Abogada y maestra en Resolución de Conflictos
La ONU nació en 1945 con una misión clara: evitar que se repitieran los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Desde el inicio buscó consolidarse como garante de paz y seguridad internacionales, el pilar de todo su sistema.
Sin embargo, casi 80 años después, la realidad es distinta. Hoy existen 55 conflictos armados activos en el mundo, la cifra más alta desde 1945. El órgano creado para prevenirlos —el Consejo de Seguridad— parece cada vez más inoperante. La razón es evidente: el poder de veto.
Ese privilegio exclusivo de Estados Unidos, Rusia, China, Francia y Reino Unido fue diseñado para mantenerlos dentro del sistema multilateral, pero en la práctica funciona como un candado. Ante conflictos como Siria, Palestina o Ucrania, el veto ha paralizado decisiones, bloqueando resoluciones que podrían haber contenido la violencia.
El problema no es solo funcional, también estructural. En su fundación, la ONU contaba con apenas 51 miembros, porque la mayoría de los países aún estaban bajo dominio colonial. El Consejo de Seguridad nació de esa lógica y se configuró para proteger los intereses de las potencias colonizadoras. Décadas después, la correlación de fuerzas global cambió, pero el Consejo se mantiene intacto: cinco países deciden sobre el destino del resto, mientras el Sur Global permanece relegado.
Los llamados a reformarlo se multiplican. Se discuten alternativas: limitar el veto en casos de genocidio, ampliar el número de miembros permanentes o eliminar por completo esta prerrogativa. Pero aquí está la paradoja: los únicos que pueden aprobar la reforma son precisamente quienes gozan del privilegio.
Cuando se construye un órgano con el objetivo de mantener la paz y la seguridad mundiales, es necesario cuestionar quién lo controla y quién decide qué poblaciones son dignas de protección y cuáles quedan fuera por intereses políticos. La ONU y su Consejo de Seguridad son instituciones contradictorias y fallidas. Sin embargo, la pregunta permanece: ¿preferimos una ONU imperfecta que al menos intenta garantizar la paz o un mundo sin ninguna institución que lo busque?
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¿Quién salvará a la ONU?
Nina Cobos Acevedo. Internacionalista
La ONU cada día pierde más relevancia. La falta de recursos, un sistema burocrático que hace los procesos difíciles y lentos y el veto exclusivo de cinco potencias en el Consejo de Seguridad han convertido a la organización en un actor cada vez más incapaz de responder a los conflictos actuales. Un solo voto sigue bloqueando la voluntad de la mayoría, como el reciente veto de Estados Unidos que impidió un alto el fuego en Gaza, mientras las guerras y crisis humanitarias se multiplican.
La gravedad de esto es que, si la ONU no puede dar soluciones reales frente a conflictos que la sobrepasan, entonces su propia existencia se vuelve utópica, y con ella, los derechos humanos y el derecho internacional también se convierten en utopías. Al mismo tiempo, Sudáfrica exige una reforma que limite el veto y haga al Consejo más representativo, dando más voz a países del Sur Global, y señala que la estructura actual no es adecuada para abordar los complejos desafíos del siglo XXI.
La participación activa de estas voces es clave para la sobrevivencia de la ONU: los países del Sur Global representan la mayoría de la población mundial y enfrentan los problemas más urgentes. Ignorar sus perspectivas no solo reduce la legitimidad de las decisiones de la ONU, sino que también limita su capacidad de actuar de manera efectiva y equitativa frente a los desafíos globales. Resulta evidente que reformar el Consejo de Seguridad, ampliando miembros permanentes y no permanentes y limitando el veto, es fundamental.
Para sobrevivir y mantener su relevancia, la ONU necesita que el Sur Global tenga voz real y que los Estados miembros muestren voluntad política para transformar su estructura y operatividad. Ahora, con el inicio de la 80ª sesión de la Asamblea General, surge una pregunta clave: ¿Quiénes están realmente dispuestos a salvar el sistema y mejorar su eficiencia? La prueba de esta Asamblea será si los países traducen discursos en acciones; de lo contrario, la ONU seguirá siendo un símbolo sin capacidad real.