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Los Ángeles.— María se alistaba para irse a trabajar a la tienda de ropa en Huntington Park, en Los Ángeles, como lo hacía desde hace años, pero antes de salir de casa recibió un mensaje de su sobrino alertando a quienes no tienen un permiso para residir en Estados Unidos: “Be careful, si no tienen a que salir, no salgan”. Frente a su casa patrullaban un par de unidades del servicio federal de migración, que minutos antes se habían llevado a sus vecinos.
Desde que comenzaron las redadas contra migrantes María y otros residentes del barrio dejaron de trabajar. Se mantienen en sus casas bajo el acecho de los operativos del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus sigas en inglés), apenas asoman los ojos por la ventana o comparten el coche para trasladarse de forma segura. El transporte público y hablar en español ya no son opción.
Los negocios que abrían al ponerse el sol se han autoimpuesto un toque de queda para evitar que los empleados sean deportados. Abren grupos en WhatsApp para reportar, usan aplicaciones que les permiten evitar a los agentes de migración, miran las transmisiones en vivo de los patrullajes comunitarios. Sobreviven como pueden.
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El silencio llegó a Huntington Park, en el este del condado de Los Ángeles, donde cada mañana y desde casi cualquier rincón se escapaban los buenos días, en un español bien pronunciado pero con diferentes acentos, como diferentes son los países desde donde llagan las familias para asentarse en este antiguo santuario latino.
“No tenemos otra opción, nuestros hijos salen a trabajar, nuestros hijos nos cuidan y la impotencia se queda con uno en casa, guardada, esperando que pase todo esto para poder salir a trabajar de nuevo, como siempre lo hemos hecho”, lamenta María, desde el sillón de la casa que comparte con al menos otras siete personas. Y de donde no ha salido desde hace casi cuatro días.
“No puedo ni salir al patio”
Desde el fin de semana, cuando arreciaron las protestas en Los Ángeles, a donde el presidente Donald Trump envió elementos de la Guardia Nacional y también marines, las movilizaciones no paran. Mientras ciudadanos y residentes estadounidenses salen a las calles para protestar contra las detenciones arbitrarias y el uso de la fuerza, los migrantes sin documentos se guardan en sus casas para sobrevivir la tormenta que los alcanza entre redadas, balas de goma y gas lacrimógeno.
Carlos vive desde hace casi 30 años en Los Ángeles; llegó cuando era adolescente. Desde su arribo trabajó reparando techos y arreglando desperfectos en las casas. Así creó una pequeña empresa, pero con la llegada de esta nueva administración el trabajo se acabó o se hace casi a escondidas.
Antes, lo primero que hacía al despertar era caminar a la cocina para tomar un café, pero esa pequeña rutina que le regalaba tranquilidad también se terminó. Al abrir los ojos toma su celular para mirar las publicaciones en Tik Tok o revisar las aplicaciones y ver los reportes que hacen vecinos para advertir sobre la ubicación de las redadas. “Tengo más tiempo viviendo aquí [Estados Unidos] que fuera, mi vida ya está aquí. Aquí me junté, aquí nacieron mis hijos, aquí construí mi empresa; aquí enterré a mi madre, toda una vida en este país y hoy no puedo ni salir al patio”, lamentó.
Ni María ni Carlos han salido a protestar, pero sus hijos, nacidos en Estados Unidos, sí.
Manuel nació en Los Ángeles. Trabaja en una panadería, de las más conocidas en la ciudad. Recién alcanzó la mayoría de edad, pero siempre ha trabajado para apoyar en gastos de su casa. En su trabajo, donde siempre tiene una computadora al frente, mantiene abiertas las páginas sobre redadas.
“Cada que no miro a alguien me asomo en las páginas, estoy buscando todo el tiempo si algo les pasó o si se los llevaron; esto nos está dejando un trauma, tengo localizador para saber dónde están mis papás, porque, verás, si se los llevan, ¿qué vamos a hacer?, no sólo cambian sus vidas, también cambian las de nosotros”, advierte.
Antes de terminar la entrevista su hermana, una adolescente de 17 años, le pide ayuda a su papá para colocar la Bandera de México en el cofre de su carro. Hoy, dice, siente más que nunca la necesidad de salir a las calles y protestar, no sólo por ella, sino por sus padres y por todos los que no pueden hacerlo. “Es mi papá, es mi mamá, pero también son los padres de todos mis amigos, los que aún están aquí, pero lo hacemos también por los que ya no”.