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El otoño en México no solo se siente con la caída de hojas ni con el aire frío de las mañanas.
Su llegada se percibe de otro modo: en los mercados, donde las calabazas se apilan en montones anaranjados; en las panificadoras, donde el aroma a flor de azahar delata que los naranjos están casi listos; y en las cocinas familiares, donde las ollas se llenan de guisados reconfortantes que curan el frío.
Es una temporada en la que el paisaje gastronómico se transforma, uniendo la herencia agrícola del país con sus tradiciones más profundas, su cosmovisión y su mestizaje; y hoy en Menú te contamos un poco más sobre la historia detrás de estos sabores de otoño.
El ciclo de la tierra y la cocina
El calendario agrícola mesoamericano siempre marcó el otoño como un tiempo de cosecha. Después de las lluvias del verano, los campos ofrecían sus frutos más abundantes: maíz maduro, calabaza, frijol y chile.
Este ciclo no solo era la base de la alimentación, sino también de la cosmovisión de los pueblos originarios. De acuerdo con varios códices y libros antiguos, las fiestas dedicadas a las deidades del maíz o de la fertilidad coincidían con el momento de agradecer por lo recibido, y justo sucedía en esta temporada.
Hoy en día, ese característico espíritu de gratitud sigue presente en esta temporada. Los ingredientes típicos del otoño conservan un vínculo con la tierra y, desde luego, con la memoria.
Ya deja de haber elotes tiernos para dar paso a las mazorcas que se convertirán en nixtamal y después en tortillas y tamales; surgen las chilacayotas, los camotes, las mandarinas, los tejocotes y todos esos ingredientes que presagian el fin de año y las esperadas fiestas decembrinas.
Calabaza: símbolo de abundancia
De todos los frutos otoñales, la calabaza es quizá el más representativo. En cualquiera de sus múltiples variedades (ya sea de castilla, pipiana, o criolla) encierra siglos de adaptación y de uso culinario.
En la cocina mexicana,la calabaza se aprovecha entera: la pulpa se convierte en dulces o sopas, las semillas en pepitas tostadas o en salsas espesas, y la cáscara puede emplearse para almacenar alimentos o incluso para preparar artesanías.

El dulce de calabaza en tacha, tradicionalmente hecho con piloncillo, canela y clavo, es uno de los postres que anuncian la llegada del otoño. Su preparación, común (aunque no limitada a ello) en el centro del país, suele asociarse con las festividades de Día de Muertos.
En los altares, los trozos de calabaza en dulce simbolizan el retorno del calor hogareño, del alimento compartido y del recuerdo de aquellos que ya partieron. Sin embargo, también está presente en preparaciones saladas, entre las que que destacan platillos como cremas, tamales y guisos con carne de cerdo o pollo.
En Yucatán, por ejemplo, la semilla de calabaza molida construye platos como los papadzules y el sikil pak. Y cada uno de sus usos demuestra cómo un solo ingrediente puede recorrer toda la paleta de sabores mexicanos.
Debido a la fuerte influencia americana, hoy también es muy común hablar del pumpkin spice en México, esa mezcla de especias típica de la temporada que suele asociarse con las calabazas aunque no la lleva en su preparación.
Canela, nuez moscada, anís, cardamomo, clavo, jengibre y un poco de pimienta de Jamaica son el alma de cafés, rellenos,repostería y un sinfín de productos gastronómicos durante el otoño.
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Chilacayote y el arte de conservar
Otro fruto de la temporada es el chilacayote, una variedad de calabaza con pulpa fibrosa y blanca que se usa sobre todo para preparar en dulce. En los pueblos del centro del país, este dulce representa una forma de extender la vida de la cosecha, una práctica de conservación que antecede a la refrigeración moderna.
En las ferias locales, los dulces de chilacayote se venden junto con los de calabaza, camote o higo. De acuerdo con el chef e investigador Ricardo Muñoz Zurita, todos éstos comparten un mismo principio: transformar la abundancia temporal en un alimento duradero.

Al elegir, hay que buscar aquellos de textura firme, colores brillantes y que no estén pegajosos. Más allá de su sabor, los dulces cristalizados con servan una idea de equilibrio con la naturaleza y respeto por los ritmos de la tierra, pero también de aprovechamiento para los tiempos de escasez.
El chilacayote también aparece en el clásico mole almendrado que es tradicional en Xochimilco, específicamente en San Pedro Actopan. Por su carnosidad, es común que sustituya a las proteínas animales en algunos platillos resultando en una comida completa disfrutable entre tortillas.
El campo y las cocinas regionales
En los mercados de Oaxaca, Puebla, Hidalgo o Michoacán, el otoño se reconoce por colores y olores: mazorcas secándose al sol, camotes brotando del suelo, o tejocotes y mandarinas en los árboles.
Cada fruto se inserta en las costumbres regionales que definen la identidad gastronómica del país, mientras ilustran distintos matices y paisajes en el plato lleno de nutrientes de temporada.
En el Bajío, los camotes se hornean con miel o se cristalizan. En el altiplano, los tecolotes (calabacitas) se rellenan con picadillo o queso fresco. En el sur, los tamales de pepita, con masa de maíz y semilla de calabaza molida, se preparan evocando técnicas y procedimientos prehispánicos.
Sabemos que están listos para comer cuando los tejocotes son grandes,tienen una piel brillante y son firmes al tacto. Los camotes también serán de buen tamaño, firmes y de piel lisa. Las mandarinas, serán aromáticas, aún sin abrir, tendrán un color brillante y no serán demasiado blandas.

La cocina mexicana no es un conjunto de recetas fijas, sino una conversación constante entre el entorno y la cultura viva. El otoño ofrece la materia prima, los ingredientes, pero cada comunidad la transforma según su historia y su clima.
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