Sentado a la mesa de Gusteau’s, Anton Ego encuentra en un plato de ratatouille la caricia de mamá. De vuelta a la infancia, con la rigidez desmoronada, el crítico se entrega al placer de aquel platillo que pervive en su memoria… Aunque la escena pertenece a los dibujos animados (Ratatouille, Pixar 2007), la emoción es universal.
La cocina es memoria, historia individual, familiar y colectiva. Madres, tías, abuelas… nos embriagan con pequeñas dosis emplatadas de amor y, cuando menos se espera, el recuerdo hace de las suyas: nos lleva de vuelta a los aromas, sabores y sazones de casa.
La herencia gastronómica va del recetario familiar a los utensilios resguardados en las alacenas: probablemente no exista en México una cocina libre de “tuppers”, moldes, ollas o molcajetes provenientes del acervo de mamá.
Más allá de la cotidianidad, duplas de madres e hijos han trascendido en los almanaques de la cocina mexicana. Ahí están María Elena Lugo y Gerardo Vázquez Lugo; Celia Florián y Alam Méndez; Susana Palazuelos y Eduardo Wichtendahl; Carmen “Titita” Ramírez y Maritere Ramírez, Juana Bravo y Luz Soto…
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Titita y Maritere: con México en la maleta
Hace más de 30 años que Carmen “Titita” Ramírez encontró en su hija Maritere una compañera de misiones culinarias. Perdieron ya la cuenta de los viajes y destinos acumulados como embajadoras de la gastronomía mexicana.
“Estuvimos en Hawái cocinando callo de hacha en escabeche rojo. Y me acuerdo muy bien que yo le decía ‘mami, mami’ y, para el final del servicio, todos los hawaianos en la cocina ya le decían ‘mami, mami’”, relata Maritere Ramírez Degollado.
Nos acoplamos mucho en la preparación, admite Carmen. Como Maritere es chef, me dice “mira mamá, yo te digo la rutina y tú nada más vas haciendo”.
Recetas como la del rollo de cerdo relleno de verduras, la sopa de pescado perfumada con epazote, el mole de piñón blanco, los chiles en nogada y el postre de camote con piña tienen un lugar especial en su recetario familiar.
“El mole de piñón blanco es un mole de fiesta, elegante, sofisticado y el platillo que se sirvió en mi boda (…) y los mejores chiles en nogada los hace mi mamá”, presume la chef.

“Cuando Maritere estaba en la California Culinary Academy, de San Francisco, hizo el postre de camote con piña y ¡no sabes cómo le quedo, mucho mejor que a mí!”, reconoce Titita sobre la receta que la chef sirvió a manera de un milhojas con nieve.
Las enseñanzas y preparaciones de Titita han trascendido generaciones y fronteras. En 2022, sus nietos Sebastián y Santiago abrieron Casa Carmen, en Nueva York, como un homenaje a su legado. En 2023, El Bajío, restaurante que ha dado fama internacional a la cocinera, aterrizó en Madrid y recientemente fue incluido en la Guía Michelin.
“Desde pequeños, mi mamá nos hizo ver el valor de los ingredientes, todo venía del mercado fresco, todo era hecho en casa; nos inculcó ese amor por el producto”, reconoce Maritere, quien también heredó de Carmen la admiración por las cocineras tradicionales y el gusto por el arte popular.
“Mi mamá es ejemplo y legado de congruencia con lo auténtico mexicano, de honestidad, de hacer las cosas de corazón. Ella es un parteaguas en la cocina tradicional, una escuela para todos los chavos en la gastronomía”, concluye Maritere.

Celia y Alam: de Oaxaca a Washington D.C.
“Mi madre es mi primera gran maestra; empecé a ver la cocina a través de ella. Nosotros crecimos, literal, en Las Quince Letras porque nuestra casa estaba atrás del restaurante. Nos despertábamos con el sonido y el bullir de las ollas”, recuerda Alam Méndez, chef oaxaqueño quien recientemente abrió Apapacho Taquería, en Washington D.C.
Recién estrenado en la paternidad, el hijo de Celia Florián se pregunta cómo fue que sus padres sortearon las obligaciones familiares y las del restaurante, pues no faltan en su memoria las tardes en el parque.
“Como padres lo hicieron muy bien, porque nunca nos hicieron falta. En su momento no lo ves y ahora, en esta etapa de mi vida, pienso: cómo hacían todo. Yo tuve un hijo a los 34, ellos a esa edad ya tenían tres”, admite.
Para Alam uno de los super poderes de Celia es su capacidad de improvisación, esa habilidad de solucionar, ajustar y darle la vuelta a cualquier obstáculo. Mi mamá es esa clase de persona a la que no se le cierra el mundo, agrega.

Méndez reconoce tener la misma capacidad, aunque no tan desarrollada y a últimas fechas se ha descubierto con cierto aire distraído que caracteriza a Celia.
“Somos personas un poco dispersas mi madre y yo; estamos de repente corriendo, cuando hubiéramos podido hacer las cosas con tiempo. Ahora, con la taquería, de repente me veo a mí mismo y en mi cabeza digo ‘soy mi mamá, pude haber hecho esto antes’”, reconoce.
Distracciones aparte, Alam admira igualmente la habilidad y emoción de su madre para narrar recetas. Es un libro abierto, aprendizaje puro, dice el cocinero sobre esos relatos que versan sobre la cocina tradicional y sus secretos.
Los chiles de agua rellenos de cerdo a la vinagreta con alcaparras y aceitunas son para él un plato representativo de su mamá, de Las Quince Letras y un infaltable en cada vuelta a Oaxaca.
“Mi madre es alguien a quien admiro y respeto muchísimo, una mujer muy fuerte, de gran corazón y con mucho carácter… todas esas cualidades la han puesto en el lugar donde está”, concluye Alam.
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Herencia vinícola
Madres e hijos también construyen legado en el vino mexicano. El ejemplo quizá más emblemático es el de Laura Zamora, una de las enólogas más renombradas con tres décadas de experiencia, y su hija Diana Nava, parte fundamental de Casa Zamora.
Ahí están también Claudia Horta, productora de Casta de Vinos, y su hija Ana Sofía Castañeda graduada como enóloga. En Zacatecas, Mirna Rosso, certificada como sommelier, ha involucrado a sus tres hijos en el quehacer del vino.
Laura y Diana: estructura e intuición
“Me involucré en la bodega familiar casi por casualidad. Estaba por terminar mi carrera en psicología laboral y, buscando ingresos, le pedí oportunidad a mi mamá de apoyarla en el laboratorio de vino. Pensé que sería temporal, pero me atrapó la curiosidad, empecé a leer, a involucrarme y, sin darme cuenta, descubrí una pasión”, relata Diana Nava.
Diana cursó entonces diplomados en viticultura y enología en la UABC, luego una especialidad, hizo estadía en la bodega argentina Rutini y trabajó en Bodegas de Santo Tomás. Hoy es responsable de vigilar la producción en Casa Zamora.
“Mi mamá es una mujer muy firme en sus convicciones. Siempre busca dar el 100 y terminar lo que empieza. Más que inspirar, ella motiva a través de su ejemplo, muestra con hechos la importancia de la constancia y el compromiso", reconoce Nava, la menor de las dos hijas de Laura Zamora.
Las personalidades de Laura y Diana se complementan. Mientras la hija es estructurada, partidaria de reglas claras, protocolos y tiempos definidos; la madre es intuitiva y se deja llevar por el ritmo de las uvas.

“Yo soy muy solapadora y ella es mucho más estricta, más firme en el manejo de la gente. A mí me convencen más fácil los muchachos, será que ya me agarraron cansada”, reconoce Laura entre risas.
Creo que por eso hacemos tan buen equipo: en el mundo del vino se necesitan tanto la estructura como la intuición, dice Diana. Trabajar juntas ha fortalecido su paciencia, adaptabilidad y confianza.
Si Laura fuera un vino… “sería un ensamble, porque ningún varietal podría expresar toda su complejidad. Cada uva aportaría algo distinto: fuerza, carácter, sensibilidad, pasión. Como los grandes vinos, no necesita demasiadas explicaciones: habla por sí mismo”.
Si Diana fuera un vino… “sería un poquito de Grenache, porque es divertida, mezclado con Syrah, porque sí tiene su carácter, y va evolucionando bien, tiene capacidad de guarda”.
“Trabajar junto a mi mamá en Casa Zamora me ha permitido entender que construir algo con pasión y constancia deja huella más allá en el tiempo. Hoy veo nuestro proyecto como un reflejo de todo lo que ella sembró: trabajo serio, amor por el vino y la convicción de que el esfuerzo genuino siempre encuentra su camino”, concluye Diana.

Mirna, Isauro, Bernardo y Adrián: una para todos y todos para una
Aunque la historia de López Rosso Cavas abarca tres generaciones, fue hasta 2017 que la primera cosecha de esta vinícola zacatecana vio la luz en el mercado.
“La historia inicia en los años 70: mi suegro plantó los primeros viñedos. Mi esposo, Isauro López, creció entre vides, estudió agronomía y se especializó en este cultivo.
“Mis hijos, Isauro, Bernardo y Adrián se enamoraron de la cultura del vino y se han preparado para comprender su origen, industria y comercialización”, resume Mirna Rosso sobre el proyecto familiar.
Isauro, el creativo, se encarga de la construcción de marcas, como la del vino en lata Pepe Palermo. Bernardo, el analítico de la familia, desarrolla procesos desde el viñedo hasta la digitalización. Adrián, el sociable, es la mente detrás de presentaciones, festivales y ventas.

Y si tus hijos fueran un vino… “Serían un ensamble de Pinot Noir, Cabernet Franc y Tempranillo que se perfeccione y evolucione con el paso de los años”.
Persistencia y pasión son los rasgos de carácter que Mirna ve reflejados en sus hijos. Aunque todos comparten la visión de López Rosso Cavas, el reto es, a veces, conciliar las ideas tradicionales y disruptivas de una y otra generación.
“Les hemos sembrado la semilla del respeto, la búsqueda constante de superación personal y solidaridad entre ellos y quienes los rodean. Mi mensaje para ellos es practicarlo en lo cotidiano y disfrutar el trayecto sorbo a sorbo”, concluye Rosso.
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