
Robert Redford lo tenía todo para encarnar al héroe perfecto del star system: guapo, carismático, dueño de una sonrisa que lo convirtió en galán de los años 70 y habitual en las portadas de revista.
No en vano Hollywood lo llevó a interpretar a Jay Gatsby en 1974, el personaje de la histórica novela de F. Scott Fitzgerald que simboliza tanto el esplendor como la fragilidad del sueño americano.
Como su personaje, Redford pudo rodearse de los reflectores, pero eligió no dejarse arrastrar por ese brillo efímero y se volcó en lo que para él tenía más sentido: el arte y la independencia creativa.

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Esa convicción la cristalizó en 1981 con el nacimiento del Festival de Sundance, que pronto dejó de ser un pequeño encuentro en Utah para convertirse en la plataforma más influyente del cine independiente a nivel mundial.
Cientos de cineastas han encontrado allí un impulso invaluable, un legado mucho más trascendente que la imagen de galán con la que Hollywood quiso definir a Redford.
“Hay que asegurarse de que la libertad de expresión artística se mantenga viva. Eso nos permite, como artistas, contar nuestras historias a nuestra manera sobre la condición humana, las complejidades de la vida y el mundo que nos rodea”, dijo el propio actor en 2002, al recibir un Oscar honorífico por parte de la Academia.
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Un hombre discreto
Robert Redford privilegió siempre su vida privada por encima de lo mediático. Esa coherencia lo acompañó hasta el final: ayer murió a los 89 años en su casa de Sundance, Utah, lejos del bullicio de Hollywood y de la maquinaria que lo convirtió en estrella.
De esa reserva dio muestra en México, cuando en 2019 fue homenajeado en el Festival de Cine de Morelia. Socialmente solo apareció durante una hora, aunque permaneció cuatro días en la ciudad sin que casi nadie lo advirtiera.
“Era un hombre amable, serio. No era alguien que contara chistes, sino que tenía una alta investidura. Sabía lo que representaba: era un ícono americano, pero con una vida muy privada. No le gustaba salir”, recuerda Daniela Michel, directora del festival.

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Esa reserva no fue desinterés, sino la manera en que entendió su papel. Como señala el crítico Óscar Uriel, más que llamar la atención sobre sí mismo, el actor prefirió abrir camino a otros.
“Ahora podemos hablar del cine independiente de manera liviana y accesible, pero en esa época era realmente de ghetto, de comunidad y lo que él hizo fue darle voz a la nueva oleada, a gente como Gus Van Sant (Elefante) y Jim Jarmusch (Stranger tha paradise) que estaban haciendo sus primeras películas y buscando fondos”.
El otro sueño americano
Redford tenía su propio sueño americano, nada que ver con lo bonito que se dice de él.
Con películas como El golpe, Los tres días del cóndor y Todos los hombres del presidente, esta última sobre el declive del presidente estadounidense Richard Nixon, capturó el espíritu de una América desconfiada de sus instituciones.

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Su filmografía está integrada por más de 80 títulos, incluidos un puñado como director, entre ellos Ordinary people, con Donald Sutherland, y El señor de los caballos, que él mismo protagonizó.
En su faceta actoral solo en una ocasión estuvo nominado al Oscar (El golpe, 1974), pero lo obtuvo como director (Ordinary people, 1981). En el 2002 se le concedió el Oscar Honorario a la trayectoria.
“Sus personajes desafiaban estereotipos: héroes vulnerables, políticos con humanidad, hombres atractivos con profundidad”, considera el crítico Dan Mumont, votante en los Globos de Oro.
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“Proyectaba una masculinidad sensible y elegante, menos agresiva que la de Clint Eastwood y más introspectiva que la de Steve McQueen, mostrando que la fortaleza podía estar en la inteligencia, el encanto y la duda existencial”.
El nacido en Santa Mónica, California, en 1936, mostró inclinación por las artes y los deportes desde niño. Creció al lado de la comunidad mexicana jugando con niños de su edad.
En 1955 obtuvo una beca para jugar beisbol en la Universidad de Colorado; ese mismo año falleció su madre, un golpe que lo llevó a la bebida, a perder la beca y finalmente abandonar la universidad.

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Trabajó como peón para la Standard Oil Company, ahorrando lo suficiente para continuar sus estudios de arte en Europa. Quizá por ello su decisión de no vanagloriarse de los éxitos cinematográficos.
“A pesar de ser uno de los actores más populares y uno de los galanes más emblemáticos, tenía ese lado de bajo perfil”, remarca Arturo Aguilar, crítico de cine.
Uriel destaca algo más: fue de los primeros en fijarse en la comunidad latina en 1988 con su dirección de The Milagro Beanfield War, con Sonia Braga y Rubén Blades.
“Le dio una oportunidad a cualquier cantidad de películas en español, le interesaban los artistas y la comidad latina”, enfatiza.
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