La vida nocturna siempre le atrajo a Eduardo Antonio Parra. No siempre iba a los antros o a fumar cigarros con los campesinos que burlaban las inspecciones de la Border Patrol, muchas veces dejaba a su hermana en alguna fiesta y la esperaba en un café abierto las 24 horas, donde se ponía a leer y observar a quienes años después serían personajes de sus cuentos y novelas. En entrevista, el escritor platica sobre sus inicios, su preocupación por la proliferación de malas novelas y la contaminación ideológica en los premios literarios.
El autor de Desterrados (Ediciones Era, 2013) es fiel a una idea que traslada a su escritura: la contradicción. Un ejemplo de ello está en la reedición de su novela Nostalgia de la sombra (Ediciones Era, 2025), donde el protagonista reconoce su vocación: matar. “Hay un espíritu de contradicción siempre en mí cuando me pongo a escribir. Siempre quiero encontrar las contradicciones del ser humano y exponerlas, no me gustan los personajes que son buenos, no les veo ningún chiste. Me atraen los personajes que se quitan los tapujos y sacan sus vergüenzas”.
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Tus múltiples mudanzas durante la infancia y juventud ¿te crearon una obsesión por la frontera?
Todo empezó cuando nos fuimos a vivir a la frontera, a Nuevo Laredo, tenía 13 años y ahí conocí el otro lado. Recuerdo que de niño lo soñaba como una juguetería gigantesca, me imaginaba que andabas por las calles y todo alrededor eran jugueterías. Ya que lo conocí, me llamó mucho más la atención la frontera.
Cuando llegué a Nuevo Laredo, fui a una secundaria vespertina, yo era el más joven de mi salón y veía que los papás de la mayoría trabajaban del otro lado, algunos muy lejos: Chicago, Nueva York o Seattle. Los veían una vez al año porque los llevaban de vacaciones. Entonces me preguntaba ¿por qué viven aquí? Obviamente porque el papá ya tenía otra familia del otro lado y porque ni la mamá ni ellos tenían papeles, incluso el papá andaba de mojado. Ahí empecé a tener cierta relación con ese tipo de vida.
En la secundaria nos volábamos la barda para saltarnos clases y a un lado había un parque gigantes que daba a la orilla del Río Bravo. Me tocó ver campesinos que estaban esperando la noche para cruzar, nos acercábamos a ellos, nos daban cigarros y empezábamos a platicar, ellos esperaban a que pasara la Border Patrol para aventarse al río. Todo fue en la adolescencia muy temprana. Me marcó mucho.
Viviste también en Monterrey y Ciudad Juárez…
Me gusta la vida fronteriza, en el sentido de que me gustaba la vida nocturna. En aquel tiempo decían que Ciudad Juárez era el paraíso y también decían: tú le pones un techo a la ciudad y es el burdel más grande del mundo. Llegué a los 21 años a Ciudad Juárez y ahí fue donde empecé a observar más, pues ya tenía la idea de que quería ser escritor, todavía no escribía nada, pero iba, por ejemplo, a los antros porque me llamaba muchísimo la atención, aparte de las mujeres, las reacciones de todos los tipos, eran obreros de la maquila, todos venían de fuera y me empezaba a hacer una idea de que los nacidos en la frontera eran muy pocos, quizá un 10 por ciento de la población.
Me gustaban sus historias, me llamaba la atención cómo la mayoría de la gente que vivía en Juárez se atoraba. Es decir, ellos iban para el otro lado, pero no lo habían logrado. Y me di cuenta que no nada más era un límite geográfico ni político, sino que también era un límite cultural: de aquel lado eran protestantes, de éste eran católicos, de aquel lado eran blancos, de éste éramos mestizos, de aquel lado hablaban inglés, de éste hablaban español. Esa idea después la confirmé con otros intelectuales que decían: “La frontera es la última trinchera cultural de México”. El concepto de frontera empezó a germinar, sobre todo, en mi primera etapa como escritor.
Sobre la noche, ¿qué disfrutabas?
Siempre me gustó vivir de noche, pero no creas que diario andaba en el deschongue. Me acuerdo que mi papá era muy estricto, entonces a mi hermana no la dejaba ir a fiestas y yo le decía: “Yo la llevo y yo la traigo”. Mi papá creía que me iba con ella a la fiesta, pero la dejaba ahí y me iba al café a leer, ya como a las cuatro de la mañana regresaba por ella. Me gustaban mucho los cafés, pasarme toda la noche leyendo o escribiendo, porque además veía su fauna, aquellos que llegaban de madrugada. Había un café que me fascinaba en Monterrey, estaba enfrente de la central de autobuses, ya te imaginarás el tipo de gente. Desde que la violencia arrasó Monterrey cerraron esos cafés 24 horas.
En Nostalgia de la sombra es la violencia quien da forma a la nueva vida del protagonista.
Es parte de la naturaleza humana y todos tenemos tendencia hacia la violencia. Este personaje lo traje muchos años en la cabeza, desde que trabajé como editor en la nota roja en Monterrey, en ese entonces no había crimen organizado, pero había asesinatos diario. Los reporteros me llevaban las notas y me sorprendía que eran hombres comunes y corrientes, que eran trabajadores de un taller, de un periódico, y de repente, por alguna razón, explotaban y caían en el abismo de violencia. Después venía la culpa, el arrepentimiento y la cárcel. Pero me preguntaba qué pasa si no llega nada de eso después y viene el descubrimiento de una satisfacción, de matar por gusto personal.
También mencionas que las ciudades se miden por su criminalidad
Es una idea vieja. Cuando viví en Monterrey, un amigo (Hugo Valdés) escribió una novela sobre un crimen que había ocurrido en 1933, El crimen de la calle Aramberri, yo lo acompañé en la investigación y caímos en la conclusión que a partir de ese crimen, Monterrey se dio cuenta que era una gran ciudad porque todos empezaban a echarle la culpa a los que habían llegado de fuera y cuando se dieron cuenta que no, el argumento fue que ya había crecido y se estaban perdiendo los valores centrales.
¿El erotismo es el mayor placer y el gran generador de culpas?
Es una de las pulsiones que mantienen vivo al ser humano y el mayor placer es la celebración de la vida, pero somos latinos, venimos del catolicismo español, entonces siempre habrá algo de culpa.
Cortázar decía que en Latinoamérica era muy difícil encontrar erotismo alegre, que casi todos los textos eróticos, en su tiempo, traían la culpa atravesada y algo de tristeza, él se preguntaba por qué estábamos tan atormentados con eso. También empezó a roerme esa idea.
Juan García Ponce fue el primer escritor que se dedicó cien por ciento al erotismo en este país, un erotismo muy intelectual, si tú quieres. Yo me decía: “A ver, me gusta lo que aborda, cómo lo aborda, pero a veces es muy aburrido, ¿cómo evitarlo?” Empecé a hacer el intento, los primeros ejercicios y uno de mis primeros cuentos, El placer de morir, es prácticamente pornográfico y con él me gané un premio.
Hoy la literatura se divide en si eres mujer, afrodescendiente…
La literatura está siendo invadida por la ideología. Hay libros que son muy celebrados que tú los lees y no son literatura, son más ideología. Eso me parece bastante malo porque está pasando mucho con los escritores actuales. Están olvidando lo artístico por lo ideológico.
Lo que me parece más grave es que si una institución abre un concurso de cuento, le ponga límites, que diga que no se aceptarán textos que hablen de violencia contra las mujeres o en donde se refleje racismo. ¿Por qué no? Si todo eso está en la calle. La literatura no es catecismo para educar, es simplemente el reflejo de la vida cotidiana. Cada quien decidirá. Pero si tú desde el principio quieres meter cierta censura, estamos mal. Desde que empecé a leer me di cuenta que la literatura, a lo largo de los siglos, siempre ha sido contestataria, provocadora, ha ido en contra de lo que está alrededor de la moral dominante.
Por ejemplo, si a una editorial grande que publica de todo tú le llevas un texto donde hay mucha violencia te puede decir que no lo acepta por razones comerciales, en ese aspecto, las considero un poco más válidas que las razones morales, pero si te dice: “No lo publico porque queremos eliminar la violencia contra las mujeres”. No me friegues, no la vas a eliminar con un libro.
Pasa como los idiotas que hubo en las agencias del Ministerio Público, sobre todo a finales del siglo pasado, que si alguien cometió un crimen y le encontraban novelas policíacas en su librero, éstas ya eran casi casi pruebas incriminatorias, eso es una estupidez.
Como jurado, ¿has enfrentado eso?
Fíjate que no. Me ha tocado que llego a la deliberación y uno de los jurados dice: “Primero tenemos que ponernos de acuerdo en qué vamos a premiar.” Y yo siempre les digo: “Vamos a premiar el mejor libro. A mí me vale madre de qué hablé o de qué no hable, se va a premiar la calidad literaria, no la temática”. Afortunadamente estoy viejo y hay algo de respeto. Me ha tocado oír, por ejemplo, de juradas que dicen: “Yo no leo vatos y no vamos a premiar un vato”.
Sobre este asunto de cómo se está llevando a cabo la política correcta, la literatura debería ir en contra de ella o, por lo menos, cuestionarla en cada libro.
¿Te preocupa la literatura que se publica hoy?
La literatura contemporánea se ha adelgazado en casi todos los escritores. Afortunadamente hay quienes siguen pensando la literatura como una obra de arte y esos son los que me interesan. Hay muchos que sólo quieren publicar libros y tener fama, y sí la han tenido, lo cual es muy distinto a decir que tienen prestigio. Cuando leo a un escritor más joven que yo y encuentro errores de sintaxis y puntuación, soporto dos, tres y de repente digo: “ Aprende a escribir primero”.
¿Y ese mal viene de la enseñanza?
Por supuesto. Además, hay algo que veo: los escritores pueden fallar, pero los editores no. Y los editores están fallando.
Son editores muy jóvenes que ya no llevaron gramática ni sintaxis ni puntuación en la primaria; entonces simplemente resuelven como ellos creen que es. No estudian, pues.
Una vez Antonio Alatorre contó que Ibargüengoitia escribió en una de sus columnas una palabra con tres faltas de ortografía y tres días después se lo encontró y le dijo: “¿Qué pasó con la columna del miércoles, Jorge?”, “¿Qué pasó de qué?”, le respondió. Alatorre le dijo que estaba mal escrita e Ibargüengoitia le dijo: “Ah, el huevón del corrector que no fue a trabajar”. Antes podías confiar en los correctores y en los editores, ahora es un problema. A uno de los últimos textos que publiqué le hicieron varias sugerencias, cuarenta, y cuando las vi, dije: “Me están aconsejando descorrecciones”. Creo que el editor se sintió mal porque le dije que no aceptaba ni una.
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