En La libertad de Fierro (Canadá-Grecia-México 2024), sereno cuarto largometraje documental del capitalino con estudios de Psicología en la UNAM y de Realización Fílmica en el CCC de 41 años Santiago Esteinou (Dolor crónico 08, Los años de Fierro 14 y La mujer de estrellas y montañas 24¸ corto: Ventana 06), con guion suyo y del editor del film Javier Campos López, el recio juarense calvo de 65 años César Fierro se confiesa contento y a la vez triste por librar la pena de muerte tras dos décadas en confinamiento en solitario obligado a la espera de su ejecución siempre inminente pero nunca cumplida y en total 41 años dentro de la temible prisión texana de Polunsky por un crimen que no cometió (tal como detallaba el documental Los años de Fierro del mismo realizador evocando el artero secuestro materno por las autoridades para doblegarlo) y, gracias a la gestión de abogados activistas y amigos de Amnistía Internacional, recupera su libertad una semana después, pero no para ser deportado a su nativa Ciudad Juárez como deseaba, sino primero a Ciudad de México, donde es recibido tan generosa cuan preventivamente en el aeropuerto por el propio director Santiago, en pleno mayo de 2020, durante uno de los peores picos de la pandemia por covid-19, en una urbe desierta con alarmantes carteles callejeros de “Quédate en casa” por doquier y uso obligatorio de cubrebocas, es alojado en un modesto depto aislado, con lecho, ropa de recambio y una TVpantalla que el exconvicto debe aprender a usar, así como un celular por él desconocido, limitando su horizonte a una azotea extendida sobre un bosquecillo y sus salidas a ciertos paseos por avenidas sin gente y una Ciudad Universitaria espectacularmente vacía, al lado del protector cineasta que con su consentimiento y de común acuerdo lo filma en todas circunstancias pero deja de grabarlo si se lo pide, hasta que el buen extaxista logra trasladarse a su ansiada ciudad natal fronteriza donde se instala en una inmostrable Casa del Migrante esperando a estar listo para una vida independiente, visita el mercado público donde tenía con su madre un puesto de burritos y de piñatas para extranjeros gabachos, retoma la relación con algunos parientes que lo festejan, hace identificar y trasladar a un cementerio los restos mortales de su inseparable hermano Juan que falleció aguardándolo, es admitido en un curso rápido de panadería, se gradúa con aplausos y consigue empleo en el equipo de un restaurante gastronómico, al que sin embargo habrá de renunciar frustrado por su excesivo prurito perfeccionista, para quedar a la deriva laboral, rebosante de anhelos y temores racionales e irracionales, apabullado en sus tentativas de reinserción social por la influencia de un paralizante confinamiento eterno.

Lee también:

Documental La libertad de Fierro
Documental La libertad de Fierro

El confinamiento eterno navega por el asombro y la extrañeza intensamente vividas, la soledad y el aislamiento, la depresión y la ansiedad, con justa elegancia inesperada, entre la crisis interior y el grito de alarma, simplemente siguiendo el hilo de la auténtica humanidad y empatía que los atraviesa, ante ese omnipresente e insondable-inestable César que sin cesar se mueve compulsivamente hacia adelante y hacia atrás mientras interactúa con su discreto filmador (quien procura no aparecer a cuadro e intenta no ser sobreprotector), que se erige en sujeto reverencial de la atenta fotografía ultrasobria de Áxel Pedraza (sólo con una coquetería esteticista al registrarlo reencuadrado por un escultórico rectángulo jardinero) así como de una sigilosa música de Galo Durán, que no puede eludir los asaltos rememorantes sin imágenes de su traumática estadía en el pavoroso corredor de la muerte resistiendo torturas psicológicas y vejaciones gratuitas y terror al castigo infame y desnudez a la intemperie invernal (“Polunsky está hecho especialmente para quebrantar el espíritu de los presos, el que no aguanta se daña él solo”), que narra una tentativa suicida por flaqueza clavándose una aguja en el corazón, que ahora lee a Naguib Mahfuz y acude con el optometrista para una revisión pertinente, que se asoma con ojillos curioso por la ventanilla de un ómnibus foráneo al declinar un poco la pandemia, que resurge archidisminuido arrastrando su maleta de rueditas en la terminal camionera juarense o con gafas nuevas y barba de candado más una gorra de estambre saboreando la añorada delicia de un burrito de chile verde en una fonda barrial, que entona fervoroso el bolero arcaico “Felicidad” de Manzanero con acompañamiento a la guitarra de un joven sobrino correspondiendo a la fugaz calidez familiar, que sacraliza la esquina baldía de su memoria más antigua (“Aquí jugábamos con soldaditos y canicas”), que perpetúa la figura del insustituible hermano difunto Juan aún cariñoso y hablante merced a una laptop misericordiosa (“Cuando salga mi carnal, lo voy a traer para acá a acampar, para recordar cuando éramos pequeños”) y que se maravilla ante los rojos rayos crepusculares de un paisaje vivido.

Lee también:

El confinamiento eterno prolonga sí en forma trágica e invisible la sensación mental del encierro, como si Fierro pasara de un confinamiento carcelario a otro abierto, sea o no pandémico (“Aquí afuera se me hace muy difícil hacer una vida, se me vienen a la mente los recuerdos y me dan ganas de estar en la prisión”), sin que alivianen demasiado la presencia de pícaros juarenses (“¿Te volviste chilango? Vas de mal en peor”) o los forcejeos morales contra ese solícito Santiago que le impide cervecear a solas sino en exclusiva con amigos todavía inexistentes o las ganas de llorar oyendo a Rocío Dúrcal cantar “Amor eterno”.

Y el confinamiento eterno acaba contemplando al cineasta vuelto sustituto o sucedáneo fraterno acampando con fogata al lado de un imprevisible ciudadano Fierro que catárticamente reconoce al fin la necesaria compañía de los demás, en un inminente nuevo amanecer (“Cada vez siento menos lo que pasó, poco a poco se me está olvidando”).

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses

[Publicidad]