En Las mutaciones (México, 2024), despacioso film del comunicólogo capitalino unamita internacionalizado intermitente de 66 años Jorge Ramírez-Suárez (Conejo en la luna 04, Guten Tag, Ramón 13, Mi pequeño gran hombre 18), con guion suyo basado en la vigorosa novela homónima fuera de serie de Jorge Comensal, el próspero abogado ultraconvencional Raúl Martínez (Tony Dalton) se descubre un mal día ante el espejo una bolita en la lengua que le dificulta hablar fluido y resulta ser un tumor maligno que debe ser extirpado de inmediato aunque su seguro médico no lo respalde, obligándolo a contraer una deuda impagable de millón y medio de pesos con su hermano transa funcionario de la SEP Ernesto (José Carriedo) y poniendo en crisis, al salir deshecho del hospital, tanto a su joven hijo onanista Mateo (Bastián Oliva) y su hija adolescente con problemas de sobrepeso Paulina (Sophie Valencia), como a su guapa esposa abogada solidaria Carmela (Vicky Araico), quien, pese a la misoginia dominante, lo sustituye con menor sueldo en su despacho tras casi dos décadas de no litigar, por lo que, vuelto caricatura de sí mismo, el infeliz expatriarca empieza a depender cada vez más de su agradecida y rezandera pueblerina empleada doméstica Elodia (Mónica del Carmen robándose la película), sobre todo cuando se convierte en su cuidadora de tiempo completo, ya que el inutilizado Raúl experimenta una metástasis en los pulmones y se somete con enormes reticencias a una aniquiladora quimioterapia seguida por sesiones de radioterapia, haciéndolo depender en últimas instancias del colega amigo fiel Carlos (Gilbert Dávalos), de una sabia veterana psicóloga antitradicional a rabiar Teresa (Verónica Langer) y del fortachón hijo de Elodia llamado Toño (Farid Capado), si bien por encima de ellos se encuentra un maldiciente loro bautizado como Benito (en honor a Juárez, el único héroe patrio admirado por Raúl) que deviene en el confidente absoluto y exclusivo del enfermo, acompañándolo en una hábil gestión legal para salvar la regia casa que quiere heredar a sus hijos, antes del suicidio eutanático que planea pegándose un tiro en su despacho, de preparativos minuciosos y ejecución imposible, a causa de la humilde sufrida leal hasta la muerte Elodia, movida por un oportuno guiso de frijolitos y una consecuente/inconsecuente pasión loroncológica.
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La pasión loroncológica traza con severidad y apoyo de investigación el destructor proceso de un cáncer perfectamente localizado y adecuadamente intervenido, e incluso ilustrando por medio de impresionantes fotografías supuestamente halladas en internet, detallando sus consecuencia físicas y psicológicas, y sin embargo la película es cualquier cosa menos una crónica realista, clínica o documental, sino una simpática tragicomedia de fauces afiladas, sobre las penalidades de un licenciado patriarcal en desgracia pronto terminal, rodeado de abogánsteres neoliberales y ya sólo preocupado por su herencia inmueble, con esos inoportunos regalos de licores a un disminuido Raúl que ahora se alimenta directamente por el esófago, esa supersticiosa ignorante Elocia que transforma en epopeya urbana temerosamente atolondrada la simple venta de un reloj de oro en la secuencia más gratuita y genéricamente indispensable del film, esa psicóloga Teresa que sustituye los calmantes opioides-veneno por una inofensiva cannabis que ella misma le prepara en forma de galletas al cliente hiperjodido que en su consulta personal apenas se comunica por celular, ese chavo Mateo que se encierra a masturbarse ante una laptop pretextando estudiar, esa chava conflictuada Pau que se zampa una galleta de inmediato euforizante, ese amigo Carlos que lo defiende corporalmente cuando el moralmente harto Raúl es agredido por su hermano en reactiva respuesta a una violencia súbita, ese apaciguado Toño que es el único ser capaz de cargar en vilo al enfermo para plantarlo sobre su ya perpetua silla de ruedas, ese paciente grave Raúl jamás desarticuladamente descompuesto que interpreta de modo glamuroso y muy light un Tony Dalton que empero se ha dejado rapar cual Falconetti anticlerical en La pasión de Juana de Arco de Dreyer 29, y last but not least ese perico escapista pertinaz pero en horrible estrecho y cautiverio de hierro a quien se le ha prometido la mejor jaula de lujo que merece por ser un simbólico alter ego del enmudecido héroe lastrado y un emblema viviente libertario.
La pasión loroncológica cultiva así un cine de entrañables personajes matizados como los de Conejo en la luna y Guten Tag, Ramón, en torno a este Ramón (y al de la profusa novela original) vuelto Raúl, a base de un humor jamás hilarante, una siempre ambiguamente exquisita elegancia visual provista por la fotografía de Serguéi Saldívar Tanaka, una parca música tonal invariablemente a tono de Rodrigo Flores López y una morosa edición de Jonás García Fregoso y el realizador, al interior de una ficción en apariencia sin brío, ni énfasis dramático ni enjundia particular, porque permanece remisa a cualquier vulgaridad ideológica o expresiva, gracias a esos soliloquios y diálogos de una doliente voz en off jamás lastimera ni chantajista con un loro.
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La pasión loroncológica puede entonces, impulsada por un estilo neutro y afectuosamente desdramatizado en notable contraste con toda ficción multianecdótica del cine nacional, lanzarse al abordaje de temas tan subversivos todavía hoy como las mutaciones humanas más profundas e informulables, la agonía atea y la eutanasia que ha venturosamente retornado a la sapiencia de una modesta mujer ajena a la institucional y codificada servidumbre inerte, con o sin loro señorial.
Y la pasión loroncológica acaba accediendo a un cuadro idílico y restituido vegetalmente eterno, con la misericorde y llorosa Elodia arrodillada al pie del sedente cuerpo inanimado de su queridísimo patrón que no necesitaba de pistoletazo alguno, pues contaba con una sabrosa bondad bienhechora.
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