
A fines de 2025, se cumplirán cincuenta años del asesinato de Pier Paolo Pasolini (1922–1975) en la playa de Ostia. Hace apenas tres años se conmemoró su centenario, de tal forma que ha quedado bien establecida su figura como cineasta novator, “poeta marxista”, comunista fuera del Partido Comunista, “intelectual público” y cristiano en conflicto, además de homosexual quien, desde luego espantaba a los burgueses y a la izquierda también, pero tampoco era del agrado de los primeros militantes gays. Un clásico en toda la extensión de la palabra: popular y elitista, edificante e insoportable, genial y embustero.
En Pasolini según Pasolini (Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2024) podemos releer la conversación de Pasolini con Jon Halliday, verificada en el remoto 1968, pero quien aún en 2023 tuvo tiempo de escribir un nuevo prólogo. A veces, en todo creador importa un poco, junto a la envergadura de lo realizado, lo no hecho. Se trata del género proyecto o borrador, tan distinguido en el siglo XX, una vez que lo legitimara Paul Valéry al sentenciar que nunca se termina de escribir nada y sólo se abandonan los textos para calmar la avidez del impresor. Pasolini, quien en los hoteles se registraba como escritor, casi siempre escribió sus guiones y el más célebre es el de su película nunca filmada, aquella sobre el apóstol Pablo.
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Le cuenta un Pasolini esperanzado a Halliday sobre su siguiente filme: “Empezaré a rodarlo en la primavera de 1969. Lo trasladaré todo a nuestros tiempos: Nueva York será la antigua Roma, París será Jerusalén y Roma será Atenas. He intentado establecer una serie de analogías entre las capitales del mundo actual y las del mundo antiguo, y he hecho lo mismo con los acontecimientos actuales: por ejemplo, el episodio inicial en que Pablo, que es fariseo, colaboracionista y reaccionario, asiste al martirio de San Esteban junto a los verdugos, será retratado en la película con un episodio similar ocurrido durante la ocupación nazi de París […] Toda la película será una trasposición de este tipo. Pero permaneceré extremadamente fiel al texto de San Pablo y las palabras que diga serán exactamente las que usó en sus cartas.”
La película no se hizo y en este caso preciso sólo Dios sabe qué hubiese resultado de ese viaje en el tiempo del fundador del cristianismo al mundo de hace más de cincuenta años. Siempre me ha parecido un poco “fariseo”, en el sentido peyorativo del término, el de alguien que viola la ley mientras cree cumplirla a rajatabla, eso de mandar traer al presente, mediante golpe de varita mágica o usando el báculo “tronitronante”, a profetas del pasado. Será que los traemos para que nos regañen. Con ese propósito, Pasolini traía a Pablo a la Europa del XX podrida por el “neocapitalismo” o Fédor Dostoievski al mismísimo Cristo a la impía Rusia zarista en Los hermanos Karamázov… Es un coscorrón con mucho de profecía autocumplida. “Se los dije”, etc.
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Por fortuna, Pasolini publicó sus “Appunti per un film su san Paolo” y están en el tomo II de sus obras dedicadas al cine (Per il cinema, 2001). No es de fácil lectura para quienes no tenemos el hábito de leer guiones y carecemos, a diferencia del resto de la filmografía pasoliniana, del maravilloso chance de contrastar esa lectura con las imágenes, tan prestas a dejarse ver en nuestras pantallas. Así que leer ese Pablo de Pasolini algo tiene de alucinante: es, a la vez, como descifrar un papiro gnóstico cuyas verdades quedan sistemáticamente ocultas para el lego, y también, tratar de seguir una enumeración caótica –muy pasoliniana ha de decirse– de exageraciones, quejas, maldiciones, buenos propósitos y flagelaciones, todo en medio de un ventarrón o soplo, de inteligencia a veces sublime y sí, con su sabor profético.
Me volví medio pasoliniano apenas la década pasada porque sus películas, en esa edad en que lo que debe grabarse, se graba en el alma, nunca me interesaron, ni las entendí, en la adolescencia y la juventud. Pero dudo que ese San Pablo “sesentayochero” hubiese funcionado muy bien porque exponía a Pasolini a exagerar –¡él!– uno de sus peores defectos, muy de la época, el de “caracterizarlo” todo con injurias presentadas como conceptos del arsenal marxista, aquella mezcla de falso ingenio surrealista y de franca majadería leninista, muy propia, además, de los medios militantes en que se movía el polímata.
Es evidente que Pasolini quería testificar en la bronca de San Pablo contra Pablo de Tarso. Quería, insisto, sacar provecho de la contradicción y del conflicto entre el fundador de la institución más tenaz de la humanidad, esa Iglesia Católica a la que el italiano pertenecía, y el predicador representativo de lo que era sagrado para Pasolini, lo Sagrado mismo, homologado –extraña pirueta– con la Revolución.
Filólogo consumado y muy entendido en teología, Pasolini, más allá de la iconografía casi comercial que su muerte siempre sospechosa sólo multiplicó, toda vez que visitó ruinas urbanas en Europa y desiertos en Medio Oriente, fue a la búsqueda de esa comunión que predicando para judíos y para gentiles habría iniciado el apóstol. No estaba a la caza de la pobreza apostólica –tan vieja como el emperador Constantino quien la negó primero– porque ese es un negocio fácil para cualquier cristiano. Buscaba –como Marcel Proust– la esencia del tiempo, su fluidez, y se preguntaba por qué lo fundado una vez –la piedra– ha de confrontarse con la actualidad, tal cual se manifiesta a través de esa raíz que es el sexo, en nuestros cuerpos. Muy hindú resultó Pasolini, lector de Mircea Eliade, quien cuando fue a la India sólo descubrió que el sur de Italia no tenía fin. Pero por ello y no sólo para regañarnos, quería traer a ese Pablo a 1969, concluyo tras la trabajosa lectura del guion.
Caído el Muro de Berlín, la izquierda a la que pertenecía Pasolini empezó a buscar consuelo en nuevos patronazgos y en la vieja patrística. El cineasta les dejó a Pablo de tarea, y en 1997 la tomó Alain Badiou, mi maoísta impenitente preferido, con Saint Paul. La fondation de l’universalisme. En ese breve tratado fabrica el francés, gracias a Pasolini, una universalidad de origen paulino al acecho de ese acontecimiento (milagro, diríamos) que nos libere, según él lo desea, de la multiplicidad inmanejable del detestable, por dizque uniforme y muy global, mundo capitalista, equivalente al antiguo imperio romano desafiado por Pablo, uno de sus ciudadanos y por ello, martirizado en Roma. La identidad, dice Badiou, debe disolverse en ese comunismo siempre postergado, impuntual.
Otro Pablo, aquel papa Montini, el 2 de noviembre de 1975 estaba viendo las noticias en la televisión, cuando se anunció el asesinato de Pasolini. Uno de sus colaboradores se arriesgó a hacer un comentario pernicioso. Paulo VI mandó apagar el aparato y cuentan que puso a su gente a rezar, allí mismo, por la salvación del alma del más renacentista de los hombres de su siglo.