Estamos en el Tlaque. Mi amigo se muestra asombrado ante el hecho de que nos encontremos bebiendo justo en el lugar donde nació la Academia de Letrán (piedra y fundamento de la historia de la literatura mexicana), así como por la anécdota que acabo de contarle –que Guillermo Prieto recupera en sus Memorias de mis tiempos–, esa que recuerda aquella tarde en que el sombrío y aún joven Ignacio Ramírez (a la sazón con 18 años, que en el futuro firmará como El Nigromante y tutelará la Suprema Corte) se presentó ante los miembros de la Academia –presidida por el exsecretario de Morelos, el pizpireto Andrés Quinta Roo, de 49 años, a quien Prieto describe como un viejecito encorvado de penoso andar– para leer su discurso de aceptación.

El candidato guanajuatense Ramírez, altivo e insolente, algo vagabundo, ocupó la tribuna y leyó, ante un silencioso auditorio de notables, el título de su disertación con la que esperaba ser admitido: “No hay Dios”. Esas apenas tres palabras pronunciadas por el audaz orador bastaron para concitar el alboroto y la indignación generalizada. “Se levantó un clamor rabioso que se disolvió en altercados y disputas”, escribió Prieto. “Y es que casi todo lo que sabemos de la Academia de Letrán –le comento a mi amigo–, lo conocemos gracias a las Memorias… de Prieto, quien por cierto compartía año de nacimiento con Ramírez”.

Pedimos la cuenta y Lalo, que atiende tras la barra del Tlaque, nos pregunta que si tenemos tiempo de echarnos “la de la casa”. No nos hacemos del rogar y en cuestión de segundos dos caballitos (de batalla) de aperlado, aceitado y humeante tequila se presentan ante nosotros, rebosantes. Los tomamos con extrema cautela, cuidado de no derramar ni una gota, al tiempo que decimos ¡salud! “Entonces, si entiendo bien”, puntualiza mi amigo tras pasar un lánguido sorbo de su traslucido tequila, “Ignacio Ramírez se adelantó al anatema aquel de ‘Dios ha muerto’ de Friedrich Nietzsche”. “En cierto sentido sí”, respondo, “pues el filósofo alemán postuló dicha tesis casi 50 años después que El Nigromante, primero en su obra La gaya ciencia (1882) y luego en su ensayo Así habló Zaratustra (1883). Aunque toda comparación es tramposa y, ya sabemos, todo tiene sus bemoles. En principio habría que señalar la notable diferencia entre no existir (síntesis del ateísmo) y morir (Dios ha muerto asesinado por nuestras ansias de saber y nuestra sed de verdad)”.

“Ah, y por si esto fuera poco –continúo–, Diego Rivera, al que le encantaba meter mano y brocha gorda a la Historia, abonó a la confusión cuando en 1947 pintó a Ignacio Ramírez, en su célebre mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda, sosteniendo un pliego con la frase, aún más radical, ‘Dios no existe’. Con todo, lo sorprendente es que a esas alturas del partido la máxima desató la ira de las buenas conciencias de la sociedad mexicana, a tal grado que cancelaron y vandalizaron el mural y obligaron a Rivera –asunto nada sencillo– a borrar la infame sentencia. En 1956, el muralista sustituyó el controvertido enunciado por: Conferencia en la Academia de Letrán, el año de 1836”.

Finalmente, aquella tarde remota Ignacio Ramírez pudo leer su trabajo (cuyo título completo era: “No hay Dios. Los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos”) y tras entablar una democrática polémica con los lateranenses fue aceptado en la Academia “con entusiasmo y cariño” (Prieto). La Academia también significó un ejercicio de pluralismo, inteligencia y libertad de ideas, pues congregó lo mismo a jóvenes y viejos, a liberales y conservadores, a próceres y mendigos, a sabios y dependientes de oficina… No existía mordaza, ningún tema estaba vedado. La Academia de Letrán funcionó entre 1836 y 1846. Sus miembros –Payno, Prieto, Ramírez, Carpio, Rodríguez Galván, José Joaquín Pesado, Fernando Calderón…– fincaron una tradición literaria y editorial que llega hasta nuestros días.

Alumbrados por la llama blanca del alcohol, con el grato cosquilleo que anuncia la ebriedad, salimos del Tlaque. Es el principio de la noche. Infatigables, mi amigo y yo aún tenemos estómago, cabeza y corazón para trasegarnos un par de caballitos más. ¡Bendito vicio! A mi mente viene nuestro próximo destino: “Iremos a La Faena”, le anuncio a mi compañero de trashumancia cantinera. Antes de alejarnos, le señalo a mi amigo el vestigio de una vieja fachada, cercenada, detrás de la marquesina azul que anuncia al Tlaque. Se trata de los restos de una casona que le perteneció a Matías Romero, el eterno secretario de Hacienda que se enriqueció durante los gobiernos de sus paisanos, los presidentes Benito Juárez y Porfirio Díaz. Gracias a la Ley de Nacionalización de los Bienes Eclesiásticos, producto de las llamadas Leyes de Reforma, Matías Romero –y otros tantos ricos como los Beistegui, los Iturbe, los Limantour, los Mier…– pudo hacerse de parte de los terrenos en donde estuvo el antiguo Colegio de San Juan de Letrán.

Pues bien, marchamos hacia el oriente, para encontrarnos con nuestra siguiente parada. Así llegamos al cruce de Independencia y Eje Central (antes San Juan de Letrán). Mientras esperamos a que el semáforo detenga al enardecido torrente de autos que corre por el eje y nos permita atravezar, le cuento a mi amigo que en este cruce existieron tres rutilantes tugurios de prestigio. En las esquinas oriente del Eje, estuvieron las cantinas Salón Tranvías y La Independencia, cuya marquesina evocaba, con gracejo, la manida frase de Hamlet: to beer or not to beer, that is the question; y en la esquina poniente, donde antiguamente estuvo la Compañía Telegráfica Mexicana, sobre los terrenos del extinto Convento de Santa Brígida, existió el cabaret El Social, en los bajos del actual edificio Miguel E. Abed, estridente lupanar en el que se bailaba de cachetito.

El edificio que albergó al Salón Tranvías, vecino del antiguo Hotel New Porter’s (luego Hotel Cosmos, construido en 1908 por el arquitecto Manuel Cortina, actual sede alterna de la Friki plaza), aún existe, mientras que el que alojó a la cantina La Independencia fue demolido tras el sismo de 1985. En su lugar fue construida una horrenda mole que ahora hospeda a una tienda departamental. Afuera de ese mastodonte de concreto se halla una de las obras públicas más simplonas de México (¡que ya es mucho decir!). Me refiero al primer paso peatonal a desnivel que cruza por debajo de la estrecha calle 16 de Septiembre.

Continuará

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