Sensible, violento, hondamente visceral, el cine de la francesa Julia Ducournau (1983) parte por lo general de esta premisa: el cuerpo no es una estructura estable sino una fisura en potencia. Desde que irrumpió con la inolvidable Raw (2016) y confirmó su lugar en el panteón del horror corporal contemporáneo con Titane (2021), su mirada quirúrgica ha ganado filo: disecciona lo humano para exhibir lo que se niega a ser domado. Alpha (2025), su tercer largometraje, es el progreso lógico de tal exploración: una fábula de origen que convierte la infestación viral en amenaza y profecía.

En un primer nivel Alpha se apoya en un doble precedente histórico: el pánico epidemiológico desatado por el sida en los años ochenta y, también, aunque de manera más sutil, el miedo sembrado por la pandemia del coronavirus en 2020 y 2021. Pero Ducournau no quiere filmar el pasado sino un mito. La protagonista interpretada con una vibrante mezcla de fiereza y vulnerabilidad por Mélissa Boros es una joven cuyo cuerpo comienza a experimentar cambios inquietantes, relacionados menos con su proceso biológico natural que con el burdo tatuaje que se le practica en el brazo izquierdo con una aguja muy probablemente contaminada. A partir de ese evento iniciático su sangre se vuelve potencial vehículo de un mal sin nombre ni clasificación científica. Como el título de la cinta insinúa, esta chica de trece años es la primera letra de un nuevo alfabeto humano.

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Alpha. Crédito: Especial
Alpha. Crédito: Especial

Mientras el cuerpo de la protagonista conquistada por el despertar sexual se metamorfosea, otro fenómeno recorre el entorno urbano que tampoco se explicita: una enfermedad misteriosa transforma a los habitantes en estatuas de mármol. La rigidez empieza como una suerte de polución radioactiva que invade el organismo hasta inmovilizar la respiración, reduciéndola a exhalaciones de polvo. Los infectados quedan suspendidos en un gesto que nunca termina, como si la vida fuera detenida por una orden divina. Ducournau filma esas esculturas involuntarias con una estética que remite tanto a los museos como a los cementerios. Al fondo de este ambiente apocalíptico reverbera un aforismo de E. M. Cioran: “Súbitamente, la anomalía de todo movimiento me sobrecogió: ¿qué estamos esperando para petrificarnos?”

La imagen del ser humano petrificado resuena con ecos mitológicos. Medusa aparece en la memoria del espectador como una sombra, la gorgona que castigaba con la mirada todo intento de acercamiento o deseo. También Níobe, transfigurada en piedra por su soberbia y condenada a llorar eternamente la pérdida de sus hijos. Ducournau convoca esos relatos sin mencionarlos, aunque en este caso el mármol es mortificación por aferrarse a la forma conocida del cuerpo: la estatua es el triunfo siniestro de la inercia. Los personajes de Alpha observan a sus petrificados con una mezcla de piedad y repulsión, como si el simple hecho de mirar supusiera el riesgo del contagio.

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En Ducournau el horror corporal resulta más perturbador cuando está cruzado por el afecto. En Raw, el hambre caníbal de Justine (Garance Marillier) se asocia al descubrimiento de la carnalidad, de la complicidad entre hermanas y de toda una estirpe femenina nutrida por la antropofagia. En Titane, la carrocería ballardiana que sujeta la carne herida de Alexia/Adrien (Agathe Rousselle) deviene el puente hacia un padre adoptivo que ama sin condiciones (Vincent Lindon). En Alpha, la protagonista encuentra en su tío heroinómano Amin (un soberbio Tahar Rahim) un refugio emocional: dos desarraigados que se acompañan en el terror de ser testigos de la mutación, la de ellos y la del mundo.

En este contexto, Alpha también consolida otra preocupación en la filmografía de Ducournau: la persistencia de los lazos familiares frente a los embates del contagio y el caos biológico. En sus dos películas anteriores la familia aparece como un sistema quebrantado de raíz: en Raw la hermandad se revela como un vínculo capaz de devorar, y en Titane la consanguinidad se inventa desde la carencia y la sustitución. Pero aquí, en medio del temor al contacto, la directora propone que la supervivencia no se juega sólo en los cuerpos que mutan sino en los afectos que resisten. La protagonista acaba por proteger a su tío adicto no por mandato ni por estructura social sino porque comprende que el único modo de no sucumbir a la petrificación —a la soledad mineral del espanto— es mantenerse unida a otro cuerpo que respira a su lado aunque sea entre estertores. Frente a la amenaza de convertirse en estatua, la familia de origen magrebí emerge como un antídoto contra el frío de la distancia propiciado asimismo por la marginación racial en un contexto cultural refractario a la asimilación y por ende propenso a la xenofobia.

Cimbrado por el “viento rojo” al que la abuela agorera de la protagonista adjudica la epidemia, el escenario de Alpha también se infecta. Entregado por entero a la paranoia, el ámbito urbano reclama su lugar de juez y verdugo: el enfermo es el elemento ajeno, el extranjero por antonomasia, la célula impura que pone en riesgo el funcionamiento de la entidad colectiva. Y en la tensión entre carne y piedra aparece el corazón del problema: ¿qué significa seguir siendo humano cuando el entorno exige transformarse o morir? ¿Qué valor tiene la identidad si se fondea en un cuerpo que puede traicionarnos en cualquier instante?

La comunidad observa el cambio de la protagonista como una clara señal del desastre. Ella, por el contrario, lo va asumiendo como una expansión inevitable. La metamorfosis es un llamado que no requiere explicación. Y es allí donde Ducournau revela la verdadera sustancia de su cine: la monstruosidad no es desviación ni error sino un destino posible. Ser otra cosa no es una condena salvo que los demás decidan convertirlo en eso.

Criaturas detenidas en su aspecto más frágil, las estatuas fungen como espejo y advertencia: quien no evoluciona se fosiliza. Los mármoles son dioses caídos y al mismo tiempo víctimas de una fe equivocada: la fe en la estabilidad de la carne. Como Níobe, lloran desde la piedra la pérdida de su humanidad; como las víctimas de Medusa, son penitencias que se exponen para subrayar que un solo gesto puede desatar la muerte.

Pero Ducournau, incluso en su visión más oscura, deja abierta una rendija para la esperanza. La protagonista de Alpha no reniega de su mutación: la abraza. Allí donde los demás ven enfermedad, ella percibe una enigmática potencia. Allí donde la comunidad levanta muros, ella aprende a moverse de otra manera. El horror corporal deriva en afirmación: existir es modificarse. Dejar de mutar es morir en vida. La cineasta francesa nos obliga a mirar el cuerpo como un texto que se reescribe, como un experimento en curso. Alpha es un recordatorio de que todo origen es también un salto hacia el precipicio. La carne avanza, la piedra detiene.

Y ahí radica el dilema: ¿ser estatua o ser monstruo? Julia Ducournau no responde. Sólo permite que la carne hable y se vuelva otra. Y que tiemble lo que ya juzgábamos marmóreamente firme.

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