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Este domingo se cumple una semana de que una de las óperas más trascendentales que hayan sido compuestas durante el siglo veinte fue repuesta en el Palacio de Bellas Artes: Elektra, de Richard Strauss. Las expectativas de qué podría ofrecernos este mito griego retomado por Sófocles, y presentado ahora en la espléndida adaptación realizada por Hugo von Hofmannsthal, no eran pocas. Apenas unos días antes, el compositor sinaloense y querido amigo Aldo Rodríguez (A. R., en lo sucesivo), me hizo llegar un texto en el que la definía como “uno de los monumentos más desgarradores y visionarios de la historia del arte lírico.” No puedo estar más de acuerdo con él, ni será esa la única frase suya que hoy les comparta.
Asistí a la primera función y he de admitir que, si acceder al Blanquito fue complicado, ya que hubo que rodear las vallas que lo protegían de los vándalos que suelen empañar ya cualquier manifestación –por justificada que ésta sea-, más difícil habrá sido lograr lo que vimos: una muy digna puesta, coronada con una larga y catártica ovación, como tenía mucho de no atestiguar para una ópera en este recinto.
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No se equivoca A. R. al señalar que, “en un mundo contemporáneo marcado por conflictos, desapariciones, guerras y fracturas sociales, la tragedia de Elektra resulta perturbadoramente actual… es la voz de aquellos que no pueden olvidar, que cargan con la memoria de los muertos y con la exigencia de una justicia que nunca llega. Es el grito de una sociedad donde la violencia no es ajena ni lejana, sino cotidiana, y cercana…” Quien se equivocó, fui yo: antes de alzarse el telón, irrumpió en el escenario un nutrido contingente de trabajadores del INBAL para dar a conocer el estado de deterioro generalizado en el que laboran; temí que, en consecuencia, este montaje acusara tales estragos. No fue así. Por el contrario, disfrutamos una propuesta muy cuidada, tanto en lo visual, como en lo sonoro.
La escenografía no podía ser, aparentemente, más sencilla: una suerte de cubo deconstruido –cuyos ángulos parecieran evocar el lenguaje escultórico Jorge Yázpik-, que por momentos se ensanchaba o se reducía acorde a los hechos y/o al estado emocional de los protagonistas. Esta propuesta, exquisita y minimalista, era cuasi monocromática, salvo por los momentos en que sus diversas gradaciones del gris al negro reflejaban el intenso rojo que teñía el ciclorama para ilustrar la muerte. Obviamente, algo tan exquisito no podía ser más que de la autoría de Jorge Ballina, quien, para subrayar dicho espacio contó con la refinada iluminación de Ingrid SAC.
En cuanto a los personajes, su maquillaje y peinados, discretos, estuvieron a cargo de Maricela Estrada, y el vestuario, sobrio y no del gusto de todos –tal vez porque esperaban ver una ilustración menos atemporal de los personajes- fue de la autoría de Jerildy Bosch. Si ellas vistieron físicamente a los personajes, Stefan Lano se encargó de arroparlos acústicamente. Tras las “molestas” sonoridades que contribuyeron a inquietar al público, tanto como el libreto de Salomé redactado por Wilde con que Strauss escandalizó en 1905 a sus escuchas, éste “llevaría aún más allá el límite de la disonancia” cuando, cuatro años después, empleó en Elektra una de las mayores plantillas que hubieran sido concebidas para un foso.
Tanto, que más que dudar que aquí hayan cabido los ciento once atrilistas requeridos, aplaudo la cuidadosa labor concertadora de Lano: no evidenció carencias (o recortes, si los hizo) y logró abatirnos con las embriagadoras frases straussianas, sin por ello tapar a las protagonistas. Es un lugar común al hablar de Elektra decir que, “musicalmente, es una partitura compleja y de una expresividad avasallante”. ¿Cómo podríamos decirlo mejor?
Qué emocionante resultó escuchar, hacia el final del único acto en el que está redactada esta ópera (que bien podemos diseccionar en ocho escenas), cómo desde los palcos superiores nos aplastaba la contundente presencia del coro, preparado por Rodrigo Elorduy.
Si hubo un acierto incuestionable en este montaje, ese fue la atinada selección del reparto elegido por Marcelo Lombardero. Al menos, el que escuché. Entre secundarios y protagónicos –cinco de ellos con alternantes-, el programa de mano enlista a veintiún cantantes, cuyos roles fueron diestramente moldeados por Mauricio García Lozano y Miguel Santa Rita, quien fungió como director de escena adjunto. Es imposible hablar de todos los cantantes; de unos, por cuestión de espacio, de otros, porque no participaron en la función del domingo 5.
Encarnando respectivamente a Egisto y Orestes, el tenor Carlos Arturo Galván y el barítono Josué Cerón refrendaron el por qué son considerados como unos espléndidos representantes de su cuerda, si bien la intensidad actoral de Cerón durante su dueto con la protagonista y su breve intervención al final de la trama le valieron una merecidísima ovación.
Como Crisótemis, la abnegada hermana de Elektra, la soprano Dhyana Arom estuvo vocalmente en su elemento. No estoy seguro de que sea spinto, pero, hasta ahora, no había tenido la oportunidad de escucharle un rol tan afín a su particular timbre vocal; ahora que, quien estuvo soberbia, vocal y actoralmente, fue la mezzosoprano Belém Rodríguez. En ella recayó el rol de Clitemnestra, esa madre asesina que, a decir de A. R. “nos recuerda que la violencia no siempre viene del enemigo externo, sino de aquello que amamos y nos dio la vida”, frase que suscitó que un respetado melómano me comentara que, tarde que temprano, acabaremos viendo al gobierno actual como a Clitemnestra, y al narco como Egisto, por haber matado a nuestro querido “papá gobierno”. Nada anhelo más, si va a tener el mismo fin que aquella… por lo pronto, ya nos pusieron el ejemplo los jóvenes tibetanos.
Una de las mayores dificultades para montar esta ópera es hallar a la epónima indicada. No cualquiera sale incólume de la escritura vocal que exige este demandante rol de sobrehumana intensidad y se mantiene en escena realizando un monólogo emocional tan complejo, sin descanso y al límite durante casi toda la ópera. Celebro la importación de la soprano dramática Catherine Hunold, cuya Elektra nos cimbró gracias a su amplio rango dinámico y contención dramática.
No se puede tener todo en la vida: aunque García Lozano logró una avasalladora escena final, al igual que ocurría con Montserrat Caballé durante Danza de los siete velos de Salomé, aquí la “danza triunfal” de Hunold careció de gracia y soltura. No fue ni danza, ni triunfal.
Por algo solían doblar en ese momento a la catalana…