A finales de los años ochenta, del siglo pasado, me invitaron a impartir un curso de introducción a la historia, una asignatura de la licenciatura en etnolingüística, del INI. Semana a semana viajaba a San Pablo Apetatitlán y me enfrentaba, por vez primera, a una aplastante mayoría de profesores bilingües, indígenas, de todo el país, becados en esa pequeña población tlaxcalteca.

“Dale tu mano al indio”, de Mercedes Sosa, me había decepcionado más de una vez cuando contemporáneos militantes de la izquierda histórica e histérica la cantaban, mientras se tapaban las narices cuando una “María” se subía al autobús donde regresábamos de CU, o cuando una novia que tuve, a la que le encantaba vestir con blusas oaxaqueñas, llegó corriendo a casa después de que le pidieran cargar a un niño mientras su madre se levantaba para ir por una Coca Cola a la tienda de la esquina.

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Los profesores, contemporáneos míos, por cierto, tenían un sentido del humor muy perro. Lo ignoraba, no sabía si sería capaz de soltar, en algún momento, uno de mis cotidianos chistes. Pronto me di cuenta que sí sería posible, pues compartían esa “mala leche nacional”.

“Los inditos están tristes porque dejaron sus cuevas”; “¡Ese patarajada qué va a saber de los mayas, si no conoce ni Pátzcuaro!”. Y los chismes: “Cuando regresen a sus comunidades hasta sangre habrá: ellos están muy enamorados y sus pueblos se odian entre sí”.

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Nunca logré conocer el apodo que debí tener; en cambio, recibí media docena de cartas al terminar el curso; una de ellas me agradecía el cuestionamiento que hacía de esa mitificación.

¿En qué momento, nuestra decadente clase media, media izquierdosa, mitificó a este complejo y diverso grupo social?

Hablar de indigenismo es hablar de una diversidad, así como los mestizos somos morenos, blancos, chaparros, altos, ojo verde, ojo café, cabello negro, sin cabello, etc. Vivimos en la Bondojo, Iztapalapa, Tepito, la Merced, en el antiguo DeFectuoso.

¿Hay pueblos originarios? ¿Quién inventó es cosa loca? Me gusta la historia, por eso llevo medio siglo investigando ese divertimento.

Hace veinte años vivo en un “pueblo originario” de la ciudad de México. Lo único que queda de ello es la maravillosa iglesia de Santa Cruz de Jerusalén, del siglo XVI. Hay varias fiestas patronales, vinculadas a la iglesia, como las de Santiago Apóstol y las de la Santa Cruz. Somos una comunidad mestiza que, creo, nada tenemos de originaria, ni siquiera el bailongo de salsa con que amenizan esas fiestonas.

Iglesia de Santa Cruz de Jerusalén, del siglo XVI. Archivo de El Universal
Iglesia de Santa Cruz de Jerusalén, del siglo XVI. Archivo de El Universal

Vivimos en un país que es un conjunto, un abanico de culturas y nuestra existencia misma demuestra que no somos únicos. Venimos de historias antiguas, donde la conquista y el despojo es el sino de todos nuestros antepasados.

Por la península española pasaron los iberos, de origen indo-escita (nómadas provenientes de Asia Central), celtas, arios, godos, fenicios, romanos, árabes, judíos; en el territorio que hoy cubre México, las naciones y los grupos nómadas se contaban por decenas. Aún hoy, se hablan “por lo menos sesenta y ocho lenguas distintas, aunque son tan variadas entre sí, que los expertos no tienen claro cuántas son exactamente”, se lee en el libro Los pueblos indígenas de México. Una mirada en el tiempo, publicado por el INI.

Esas comunidades, minoritarias y sojuzgadas, en muchísimos casos por otros pueblos indígenas, son mexicanos; como las migraciones que llegaron de China o Japón, del Líbano o de Turquía; de los herederos de los negros que trajeron de manera cruel de África, condenándolos al esclavismo.

Desde el sexenio pasado se habla de manera formal (y como insulto) del racismo aunque, desde siempre, se les trata, de manera oficial y casi como consigna social, con un respeto en el discurso y con un menosprecio en la realidad.

Es verdad que los mexicanos somos racistas y siempre lo negamos; pero lo somos en función del poder, no de la raza.

Una de las mayores mitificaciones se realiza en estos días cuando se habla del nuevo presidente del espurio Poder Judicial, a quien se le atribuyen todas las virtudes por ser “indígena”, como si eso lo convirtiera en su ser extraordinario y él mismo, con toda impunidad, se pasea con huaraches y ropaje indígena, negando la indumentaria jurídica, cuyo significado es la neutralidad (la ejerzan o no, ese es otro problema).

Los indígenas, como los mestizos, blancos, negros o de cualquier color y sexo, son gente buena, en su mayoría; pero en toda la humanidad hay gente mala y quienes asumen el poder, difícilmente, es gente buena (aunque pueda haberla).

Flores Magón lo dijo poéticamente: “Capital, Autoridad, Clero: he ahí la trinidad sombría que hace de esta bella tierra un paraíso para los que han logrado acaparar en sus garras por astucia, la violencia y el crimen, el producto del sudor, de la sangre, de las lágrimas y del sacrificio de miles de generaciones de trabajadores, y un infierno para los que con sus brazos y su inteligencia trabajan la tierra, mueven la maquinaria, edifican las casas, transportan los productos…”.

No mitifiquemos. Buena parte de las comunidades indígenas fueron masacradas por los propios caciques... indígenas.

Me viene a la mente, ya en términos presidenciales, Victoriano Huerta, un detestable personaje, de origen huichol, que gestó el único golpe de Estado en nuestra historia, en contubernio con al embajada de Estados Unidos, y que culminó con el cobarde asesinato de Francisco I Madero.

Victoriano Huerta: general huichol y presidente dictador, responsable del único golpe de Estado en la historia de México, que culminó con el asesinato de Francisco I. Madero.
Victoriano Huerta: general huichol y presidente dictador, responsable del único golpe de Estado en la historia de México, que culminó con el asesinato de Francisco I. Madero.

Hay que dejar de glorificar, de mitificar. Ninguna raza es buena per se.

México es un país multicultural, esa es su grandeza.

El poder, en cambio, iguala a cualquier raza, clase social, origen o sexo.

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